No me atrevo a aventurar el año, pero debió ser en el 83,
concretamente junio de 1983. Durutti ya era la banda de Vini Reilly, cuya
guitarra estaba marcando a golpe de delay
y armónicos mi manera de tocar. Pero ninguno de vosotros estabais allí
para descubrir mi truco y echármelo en cara. ¿Por qué no vinisteis?, Yo no lo
recuerdo, sólo sé que las hormigas del olvido han devorado el camino que
trazaron vuestras escusas, si es que las hubo, si es que os pedí que me acompañarais.
Claro que no solíamos caminar
por el mismo lado de la calle y casi siempre además lo hacíamos en direcciones
opuestas. Y si nos cruzábamos nunca os miraba a la cara, porque no me
entristecían las mismas cosas que a vosotros y ni siquiera pretendía que celebrarais mis alegrías de
paleto de pueblo, aquellas que apenas vislumbrabais en la lejanía del camino
que subía hasta el centro por el arrabal, justo al otro extremo de la ciudad,
donde yo vivía, y donde como Poe creía a pies juntillas que todo lo que amaba
desde mi infancia lo amaba desde dentro del abismo de mi soledad, “en el alba de mi tormentosa vida ”.
Teatro de la Axarquía de Córdoba |
La Reserva |
Como siempre que voy
a un concierto solo, terminé llegando cuando los equipos en el escenario aún
estaban calientes tras la prueba de sonido. La Reserva, capitaneados por el ex
de Adrenalina y futuro Corazones Estrangulados Jonka Zarco, iban a ser los
teloneros. Un músico inglés afincado en Córdoba dijo de ellos que fueron los
primeros grunge de la
historia, pero eso fue cuando la historia ya había pasado por ellos. El caso es
que tendrían el honor de dar la réplica a los Durutti y se
notaban los nervios, o eso es lo que deduje entonces al ver el gesto tenso y
agrio de Jonka ¿o esa era la normalidad de su semblante? Aunque
cuando subieron al escenario estuvieron al nivel que exigía la noche: sobrios y
correctos. Además, si la memoria de ahora y la vista de entonces no me fallan,
la tensión acumulada terminó por romperse con una cuerda de su guitarra y a
partir de ese momento todo fue más fluido. Era evidente que las hormigas
no me corrían en desbandada para ver a La Reserva por enésima vez, aunque he de
confesar que me divertía por aquella época ver a Jonka bostezar desde la barra
de algún bar ¿quizás tras algún sueño de psicodelia?
Y allí estaban por fin. A Reilly,
enjuto y demacrado, casi no se le veía tras el parapeto de su guitarra,
mientras que a Bruce Mittchel, batería definitivo de la banda,
siempre lo recordaré por la indumentaria que llevaba esa noche. A
la socarronería que parece rezumar de manera innata en su semblante
venía a contribuir un traje color crema con pajarita negra, rematado con un extraño gorro que a mí me recordaba al del botones Sacarino. El contraste de la
melancolía casi bucólica que envuelve a Vini por su manera de atacar
la guitarra, con el sentido del espectáculo -muy británico siempre-
de Bruce, fueron esa noche para mí una verdadera conjunción planetaria a la que
asistí en solitario, aunque para cuando empezaron a tocar ya no echaba en falta
ni vuestra complicidad ni mucho menos vuestra aprobación. Toda esa pretendida
camaradería debía de haberse extraviado en el juego del desencuentro y de las
miradas esquivas.
Vini Reilly de Durutti Colunm |
Mittchel adornaba su exquisitez jazzística, su sutileza
a las escobillas, con su muy inglés sentido del humor, mientras parecía vigilar
aquella timidez un tanto enfermiza por la que deambulaba Reilly, que
ejecutaba los temas casi sin levantar la
cabeza del mástil de la guitarra, ni tan siquiera cuando lo dejaba
momentáneamente para atacar el teclado del sintetizador, quién sabe si por no
romper el hilo invisible que nos conectaba con su música. Tanto me hipnotizó la
presencia en el escenario de estos dos músicos, que aunque sé que les
acompañaba un bajista, no os puedo decir quién era y si en realidad su
colaboración en aquel singular momento era tan innecesaria como lo fue vuestra
presencia.
Ahora no os sabría
explicar qué pálpito empujaba mi corazón hacia aquellas preferencias musicales
tan opuestas a las vuestras, pero sé que en primer lugar siempre estarán los
discos que mi hermano descubría mientras yo andaba enzarzado con mi
pelea interior, dilucidando si quería ser cantautor o formar un grupo. Para mí
fue todo un acontecimiento descubrir a Durutti, pero más impactante y decisivo
fue descubrir a mi hermano pequeño, a quien le llevaba dos años, pero quien me
llevaba veinte a mí a la hora de olfatear lo bueno, lo auténtico y casi lo
definitivo en la música.
También, como a él que me los descubrió, los Durutti me habían
ganado de antemano por el nombre. Quizás fueron el primer grupo foráneo que
sacaban su nombre de algo, de alguien español, aunque para nada se tratase de
una revelación libertaria y todo fuese fruto de la ciega y caprichosa
casualidad, ya que Vini se había topado
con la siguiente inscripción -falta de ortografía incluida- entre la propaganda
de un partido político situacionista inglés: "The Return of the Durutti
Column". De hecho, hasta que en aquel año no vinieron de gira por España
no se enteraron de que su nombre provenía de la columna de milicianos que
el anarquista Buenaventura Durruti comandó durante la guerra civil
española.
Os
contaré que aún debe permanecer escondida en un rincón del salón de la casa de
mis padres en el pueblo, una vieja caja de madera. Es una de esas cajas con la
que se solía recolectar hortalizas y frutas. Dentro reposa muda una respetable
colección de vinilos que mi hermano y yo habíamos logrado reunir a lo largo de
más de una década, aunque a decir verdad, todo empezó con un regalo de Reyes;
ni siquiera era un radiocasete, sino un magnetófono. Hasta tenía su soporte
para el micro, con el que se nos ocurrió grabar largas parrafadas sin pies ni
cabeza en las que los dos nos íbamos alternando en el papel de entrevistador y
entrevistado.
A esto le siguió la colección de
casetes no originales adquiridos tras patearnos todos los expositores de bares
y gasolineras del pueblo y alrededores. Allí dimos con algunas versiones realmente buenas. Yo me encapriché de una
recreación de “Pigs”, del Animals de
Pink Floyd, que ponía una y otra vez en la oscuridad de mi cuarto, y que a día
de hoy me sigue pareciendo mejor que la original, la cual no llegué a escuchar
hasta un par de años más tarde. Después vinieron las cintas originales; la
primera fue The Crime of the Century de
Supertramp, conseguida tras chantajear a mi madre en la sección musical de
Galerías Preciados.
-Si no hay Supertramp no nos probamos la ropa.
La correlación lógica a continuación
hubiera sido hacernos con un equipo estereofónico o un tocadiscos al menos,
pero como muchos chavales de la época empezamos la casa por el tejado; primero
la música, ya encontraríamos donde escucharla, aunque para ello hubiera que
salir todas las tardes en peregrinación por los bares con la bolsa de discos
bajo el brazo, la mayoría adquiridos
por correo, pues solíamos gastarnos todos los ahorros en el catálogo de
Discoplay.
-Ponme una cerveza y pincha éste de Décima Víctima.
Y cuando en el bar de turno nos
aguantaban el disco entero de alguno de aquellos músicos malditos, alguien se
ofrecía para lincharnos, porque los habíamos dejado sin sevillanas de los
Marismeños o el “Feliz Navidad” de Boney M.
Gabriel García Márquez |
Imaginad que ser alguien en la
vida no era para nosotros una prioridad y tampoco nos preocupaba si algún día
todos aquellos datos y conocimientos tendrían una aplicación práctica.
Incluso nos pavoneábamos de poseer
varios cientos de habilidades que podrían ser catalogadas como de poca utilidad
y a las que llamamos ejercicios de tonificación síquica, porque eran tiempos de
luz y aprendizaje, de cultivar la influencia del uno en el otro y descubrir y
sentir. Y así pasaba nuestro tiempo y mientras él fue decantándose por la
pintura y por los comics, yo lo hice por la música y por la radio, dejando
entre ambos, en las anchas y tupidas extensiones que abarca la literatura,
nuestro campamento base desde donde acometer proyectos comunes.
Samuel Beckett |
Sé que no sucedió de repente, pero ni vosotros ni yo notamos cuándo se
alejaron nuestros pasos. De pronto, mis ocurrencias ya no se mecían en el
arrullo lisonjero de vuestras palmadas y mi corazón henchido antaño, vio su
soberbia diluida en el fondo de una triste y solitaria cerveza. Ya nadie
alrededor acompañaba mi trago y el tintineo de vasos y el murmullo y las risas
ocurrían en la mesa de al lado, mientras el amargor del lúpulo turbaba mi
recuerdo con aquel beso clandestino que unos labios caprichosos encendieron en
la boca del chico triste que llegó del pueblo.
Y un día, ya no me deslumbraban vuestras luces de ciudad, ya no
envidiaba vuestros vaqueros de marca ni vuestra suficiencia impostada. Como
también dejó de sorprenderos mi sabor a hierba y a barro, como dejaron de
fascinaros los jerséis de cenefas que mi madre tejía y el rubor que reflejaba
mi sabiduría naif. Y ya no eché de menos vuestro aplauso y si me apuras, hasta
los juegos de cama redonda me parecieron tristes y abominables, como una
limosna piadosa, pero forzada.
Y dejé de llamaros y dejasteis de venir. Y dejamos de quedar y volvimos cada
cual a nuestro lado de la ciudad; vosotros al barrio alto displicente y
hedonista, yo al descampado de al lado del cementerio, con los abnegados y los voluntaristas.
Por eso, cuando aquella noche de mediados de junio me dirigía hasta el
centro, ni siquiera os vi caminar por la otra acera, ni tras las vidrieras de
los bares de costumbre. Tampoco zigzagueando en el río de coches con vuestras flamantes motocicletas y sus destellos
metálicos, ni vuestra estela de after
shave y bujía quemada, ni el pavoneo irreverente de vuestras chicas, ni el
sonajear de los zarcillos de plata entre sus melenas al viento.
Los posos que se han ido fermentando en mi interior durante todos
estos años y que hacen resurgir aquella noche reinventada y nueva, tienen la
fuerza y la concentración que emana del abismo de la soledad. Éramos los
Durutti, yo y la noche cordobesa detrás. ¿Por qué no vinisteis?, ¿qué escusa me
disteis?...
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