¿Quién soy
yo para juzgarte? La vida no es una cancioncilla pop con arreglos de ukelele.
Es algo más abrupto y menos cursi. Yo la veo como un blues improvisado al que
le vamos cambiando la letra a cada paso, según nos va inspirando con su compás
contundente y descarnado. Es curioso pero, cuando alguna vez me viene a la
memoria aquel tiempo que llenamos con olores de radio y de piel, ya no suenan
en mi cabeza las canciones de Silvio Rodríguez, aunque confieso que todavía hoy
perdura una leve señal en el lugar donde me hirieron sus versos con un dolor de
mil agujas. Y así fue que, cuando el devenir del viaje nos trajo una cura de
tiempo y amor, todo aquello en mi recuerdo se ha ido pareciendo más bien a una
canción de Leonard Cohen, tal vez de
Janis Joplin, o quizás de los dos.
…I need you, I don't need you,
I need you, I don't need you…
I need you, I don't need you…
Llaman a la puerta y al abrirla ahí estás tú rezumando sudor e
insolencia a partes iguales. Apenas tienes dieciséis años; yo he cumplido los
dieciocho en mitad de una noche del penúltimo mes, como el héroe revolucionario
de aquella canción de Silvio. Vienes de desandar el camino de las calles desnudas
de la siesta buscando las sombras de la periferia, pero te has tropezado con
mis ojos ausentes. Estamos a primeros de junio del año 84. Es el verano
inmisericorde de nuestra dulce trampa, el verano que pasaremos atrincherados en
un alboroto de sábanas y risas. Nos queda entonces demasiado por venir,
demasiado por esperar.
Yo soy
estudiadamente misterioso y melancólico; tú eres despreocupadamente tú, pero ni
siquiera el tiempo desconchará la cal blanca y limpia, la frescura de los
primeros encuentros. Le has dicho a tu madre que pasarías la noche en casa de
una amiga y, mientras atravesabas Córdoba, tenías la extraña sensación de que
en unos segundos las calles habrían de desvanecerse en humo blanco para dejarte
tan sólo un mortero de cemento en el recuerdo. Sin embargo, son esas calles
desnudas de la siesta y no las alegres del mediodía, o las refrescantes de luna
llena, las que te duelen y las que amas. Piensas que Dios, para complacerte,
debería derramar sobre ellas una lluvia de barniz transparente que las duerma.
…And that was called love for the workers in song…
Después de veinte minutos andando por toda la ciudad has llegado hasta
estos bloques del extrarradio: Explanada del Arcángel nº 1, 3º B. No hay
ascensor ni portero automático. Has subido la escalera y has pulsado el timbre
en dos toques cortos, casi sin intervalo entre ambos. Apenas tu pecho ha
esbozado un mohín convulsivo, cuando te he abierto la puerta. Nos saludamos con
un beso nervioso y te muestro el camino de mi cuarto. Allí, el brillo oscuro de
mis ojos delata mi impaciencia. Tú me sonríes y me besas en la boca con miles
de temblores minúsculos que apenas puedo percibir. Miras entonces a tu
alrededor para toparte con las horribles cenefas en tonos verdes del papel pintado,
con el despertador rojo de la mesilla de noche que con el tiempo tanto llegarás
a odiar y la ventana tapada con una toalla de baño también roja, con un gran
ancla azul dibujado en el centro y que viste la habitación con una penumbra cobriza.
Hay
también un viejo y maltratado aparato de radio sobre la mesa de estudio en el
que suena al azar una emisora. Tú comienzas a desnudarte mientras yo te miro
con niebla en los ojos; primero la blusa blanca, después la larga y amplia
falda de flores. Al llegar al sujetador te traicionan los nervios y te muerdes
la lengua mientras te desesperas por el contratiempo que te ha ocasionado la
impericia. En realidad, no es que no puedas con el sujetador, sino con esa
niebla que no para de mirarte.
Yo ya
estoy desnudo. Tú miras la palidez de mi cuerpo que se acentúa en el torso y en
mi sexo y yo te sonrío con ojos grandes y pestañas largas desde detrás de la
niebla de mi alma. Enseguida te beso en la frente y sientes mi vientre velludo y
redondo como el de un oso pequeño. Mis manos te liberan del sujetador y devoran
las braguitas de lunares hasta hacerlas desaparecer debajo de la cama. Sin demorarnos,
me empujas dentro de ti… Después, caeremos en algo parecido a un sueño leve y
remoto. Para cuando despiertes ya será de noche y en la radio se empeñará en
sonar ese ruido de fondo.
…probably still is for those of them left…
Tú te levantas e intentas abrir la ventana, pero la persiana está
estropeada, aunque por las rendijas puedes ver la calle oscura atravesada por
el ritmo de nuestros cuerpos etéreos. Te vuelves a la cama y con un beso le
pones el punto a la interrogación de mi oreja. Empiezas a sentir hambre, pero
me miras y se te hace imposible abandonar la cama sin mí, que continúo
durmiendo sin saberte despierta. Y piensas, aunque te sonará a algo muchas
veces repetido, que serías capaz de
observar inmóvil durante años cómo el sueño me acaricia la piel.
Hay ahí
una alegría más nueva aún que nosotros dos y tus miradas no dejan de besarme y
dos lágrimas, y luego tres, y cuatro, y siete te recorren los pómulos hacia la
barbilla y desde tu cara me saludan con risa. Siembras con otro beso un “hasta
ahora” en mi nuca y te deslizas sin ruido fuera de la cama. Piensas en que lo
nuestro no es la sincronía, pero la niña
mala de los dedos vertiginosos atacará mi sueño en otra ocasión y entonces no
habrá melodía que no vaya a surgir de mi garganta provocada por una larga
caricia de fuego. Y cuando arda en llamas, cuando parezca morirme en la espera,
será el momento en el que al fin permitas que me derrame entre tus manos.
Pero el
tiempo se te pasará viendo mi alma volar sola, a lo lejos, alta, muy alta, tan
remota y olvidada siempre. Porque yo seguiré siendo un aturdido y eterno adolescente
viviendo ajeno a los sonidos del mundo, siempre actuando al dictado de una voz
interior oscura y cavernosa. Y un buen día no muy lejano te levantarás de esta
cama revuelta, de esta isla del demonio en la que se habrá convertido este
cuarto y te marcharás antes de que termine por poseerte a ti también.
Atrás
quedarán tus latidos ansiosos y mi
persistencia enfermiza, desesperada. Cogerás miedo a mis ojos y a mi voz. Te
esconderás de mí a duras penas en los mismos lugares donde solíamos coincidir y
que ya nunca frecuentamos, tras los mismos conocidos que un día nos presentaron
y con los que ya nunca quedamos, porque habremos olvidado sus rostros y sus
nombres.
Y por fin
llegará la hora en que ya no escuches la música que sale de mi estómago y dejes
de tararear mi canción por los pasillos, por los cafés, porque ya no la
recuerdes, porque la hayas olvidado.
…Ah but you got away, didn’t you babe,
You just turned your back on the crowd…
Pasarán años sin volver a vernos. La primera vez que nos encontremos
será en 1.988, un par de veces; mucha frialdad y poco por decirnos. Otra
ocasión en el 93, durante un concierto da igual de quién; quedaremos en
llamarnos para tomarnos algo y charlar, pero nunca lo haremos. La última será
en Granada, en las navidades del 2.000; me presentarás a tu novio diez años más
joven que tú y por fin te volveré a hacer reír.
Tal vez
nunca nos volvamos a ver y ya no habrá ni miedos por tu parte, ni reproches por
la mía, porque… ¿quién soy yo para juzgarte? Y cuando me venga a la memoria
nuestro saco de olores de radio y de
piel recordaré una vieja canción de Leonard Cohen que no habré escuchado hasta
muchos años después. Y volveré a verte en la cama deshecha de aquella habitación,
hablándome con tanto valor y dulzura a la vez que me derramas entre tus labios,
justo antes de que te vayas dándole la espalda al mundo, porque cuando lo hagas
ni una vez te oiré decir:
…I need you, I don't need you,
I need you, I don't need you …
I need you, I don't need you …
Y me vendrás con que prefieres a
los hombres guapos, aunque conmigo harás una excepción, mientras aprietas tu
puño de pura rabia por esta infame
dictadura de la belleza. Pero entonces te arreglarás un poco y me dirás: “somos
feos, pero tenemos la belleza de la
música”.
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