lunes, 17 de octubre de 2011

Un viaje de regreso a Bélmez con música de Paolo Conte.


   Me había recogido mi hermano en la estación de Jódar. Iba tarareando la canción que en ese momento sonaba en el radio casete:


     - Un gelato al limón, un gelato al limón, un gelato al limón...    



     Yo miré entonces por primera vez el destello plateado que los olivos reflejaban en la ventanilla de mi lado del coche y suspirando levemente me dejé arrebatar por el vértigo profundo que me ocasionaba la vista de aquel mar arbolado. 

    Veía  ahora el ramón amontonado en las camadas y sentía de nuevo la bofetada de calor en la cara, como cuando una ráfaga de aire viene tan inoportuna como inesperada a cambiar el fragor de la hoguera, y seguidamente corría para echar unas cavadas de tierra en la lumbre mientras el temerario de mi hermano arrastra entre maldiciones las chispeantes y encabritadas támaras ardiendo. Me veía  después ayudándole desesperadamente en el intento de que no se prenda el olivo más cercano, arrastrando en vano las ramas más grandes y dejándome atrás las encendidas entre los consiguientes insultos de mi hermano.



  - ¡Tío, eres un inútil!.



    Pero en esos momentos de apuros siempre solía aparecer mi padre en una desesperada carrera hilera abajo, quien con tres toques de azada y dos patadas a la hoguera agachaba las llamas y hasta se nos antojaba a los dos que conseguía apaciguar al mismo viento. Entonces mi progenitor era un recio agricultor de cuarenta y pocos años que no conocía la fatiga ni lo imposible, o al menos así lo creíamos nosotros, cuando nos obligaba a llevar su mismo ritmo en las tareas del campo durante las vacaciones escolares.  No en vano es lo único que él había aprendido a su vez de mi abuelo, quien le hizo trabajar como un burro desde los ocho años, ya fuera tirado de porquero en esos campos, o acarreando  leña con las mulas  o trabajando de sol a sol durante la cosecha de aceituna. 

    Pero los años en el pueblo ya quedan muy lejos, como la fortaleza de aquel hombre bajito que salvaba todas las dificultades con su callada abnegación. 



    Antes de que se  terminara la canción de Paolo Conte ya estábamos enfilando las últimas curvas. Siempre que regreso al pueblo tengo la misma sensación, como si en la memoria los espacios y lugares se engrandezcan, como si el paso del tiempo fuera dilatando la sensación que guardamos sobre nuestros recuerdos de la infancia y sobre todo, sobre sus escenarios. Así, ya fuera a la vuelta de semanas, meses o años, Bélmez de la Moraleda se me antoja un pequeño belén navideño que alguien ha cobijado debajo de Sierra Mágina, que como un tótem altanero desafía la gravedad con su insolencia milenaria. 
                                                                                 
  


   Cuando llegué a la casa de mis padres, permanecí absorto, sorprendido por la inusual belleza de aquel atardecer de marzo y continué enganchado a las formas cirrosas que se deshilachaban de las cardadas nubes por toda la serranía. Entonces miré hacia esas montañas que me vieron nacer y me perdí en un momento entre las chaparras, ladera arriba, aliviando mi memoria con las mismas sensaciones de otros atardeceres tan profundos y emocionantes como éste.