Me había recogido mi hermano en la estación de Jódar. Iba tarareando la canción que en ese momento sonaba en el radio casete:
- Un gelato al limón, un gelato al limón,
un gelato al limón...
Yo miré entonces por primera vez el
destello plateado que los olivos reflejaban en la ventanilla de mi lado del coche
y suspirando levemente me dejé arrebatar por el vértigo profundo que me
ocasionaba la vista de aquel mar arbolado.
Veía ahora el ramón amontonado en las camadas
y sentía de nuevo la bofetada de calor en la cara, como cuando una ráfaga de aire viene
tan inoportuna como inesperada a cambiar el fragor de la hoguera, y
seguidamente corría para echar unas cavadas de tierra en la lumbre
mientras el temerario de mi hermano arrastra entre maldiciones las chispeantes y
encabritadas támaras ardiendo. Me veía después ayudándole desesperadamente
en el intento de que no se prenda el olivo más cercano, arrastrando en vano las
ramas más grandes y dejándome atrás las encendidas entre los consiguientes
insultos de mi hermano.
Pero en esos momentos de apuros siempre solía aparecer mi padre en una
desesperada carrera hilera abajo, quien con tres toques de azada y dos patadas
a la hoguera agachaba las llamas y hasta se nos antojaba a los dos que
conseguía apaciguar al mismo viento. Entonces mi progenitor era un recio
agricultor de cuarenta y pocos años que no conocía la fatiga ni lo imposible, o
al menos así lo creíamos nosotros, cuando nos obligaba a llevar su mismo ritmo en
las tareas del campo durante las vacaciones escolares. No en vano es lo único que él había aprendido
a su vez de mi abuelo, quien le hizo trabajar como un burro desde los ocho
años, ya fuera tirado de porquero en esos campos, o acarreando leña con las mulas o trabajando de sol a sol durante la cosecha
de aceituna.
Pero los años en el pueblo ya quedan muy lejos, como la
fortaleza de aquel hombre bajito que salvaba todas las dificultades con su
callada abnegación.
Antes de que se terminara la canción de Paolo Conte ya estábamos enfilando las últimas curvas. Siempre que
regreso al pueblo tengo la misma sensación, como si en la memoria los espacios
y lugares se engrandezcan, como si el paso del tiempo fuera dilatando la
sensación que guardamos sobre nuestros recuerdos de la infancia y sobre todo, sobre
sus escenarios. Así, ya fuera a la vuelta de semanas, meses o años, Bélmez de la Moraleda se me antoja un pequeño belén navideño que alguien ha cobijado debajo de
Sierra Mágina, que como un tótem altanero desafía la gravedad con su
insolencia milenaria.
Cuando llegué a la casa de mis padres, permanecí absorto, sorprendido por la inusual belleza de aquel atardecer de marzo y continué enganchado a las formas cirrosas que se
deshilachaban de las cardadas nubes por toda la serranía. Entonces miré hacia esas montañas que me vieron nacer y me perdí en un momento entre
las chaparras, ladera arriba, aliviando mi memoria con las mismas sensaciones
de otros atardeceres tan profundos y emocionantes como éste.