miércoles, 16 de julio de 2014

El ruido de tu silencio


   Aquellos  eran los años salvajes de María en Madrid. Tiempos de carnes abiertas y maceradas en whisky, paseando de bar en bar el brillo mate de su piel como bandera de la dejadez y la inmundicia en la que vivía. Con ese estúpido orgullo exhibicionista de su propia fatalidad que le acompañaba desde la adolescencia, el mismo sentimiento que siempre le había llevado a mostrar el supurar de las heridas como si se tratara de un tatuaje voluntariamente infringido, haciéndolo con plena conciencia de lo doloroso e irreversible que resulta.



    Era la danza cruel de sus hormigas borrachas que golpeaban las puertas de Madrid en la madrugada del viernes y que ella arrastraba por los garitos de Malasaña rehuyendo el flujo de la lujuria, mientras el ácido fórmico se le desparramaba a borbotones entre sus piernas y terminaba por alcanzarla con su picazón en la otra orilla de la barra, donde siempre había alguien que percibía su insoportable textura.

    Aquella noche de noviembre del ochenta y siete, en un ascético gesto de ayunas, María se retiró después de la segunda cerveza. Caminó hasta la Glorieta de Bilbao tropezándose desafiante contra los rostros festivos de la multitud que bajaba hacia Tribunal. Les echaba en cara su alegría, su jovialidad, su veneración para con el dios fin de semana. Una vez en Bilbao paró un taxi y se alejó por Fuencarral hacia la Glorieta de Quevedo. No tardó ni cinco minutos en llegar hasta la esquina de Bravo Murillo con Francos Rodríguez. Allí, en el número diecisiete, se encontraba el estudio donde malvivía.

    En la puerta había una placa de la academia de inglés del tercero. No tenía portero automático y la cerradura resonó como una ráfaga de metralla por el frío y sucio pasillo. El edificio era un viejo patio de vecinos con cuatro plantas. Subió hasta arriba, hasta el cuarto y al final del pasillo quedaba la pequeña puerta metálica que daba a su boardilla. La abrió no sin cierta dificultad y entró sin encender la luz. Se quitó su inseparable abrigo jaspeado que dejó sobre la única silla que había en la habitación y se descalzó las botas. Prendió un velón casi consumido que había sobre una enorme mesa cuadrada, que estaba muy ennegrecida por los años. El reflejo de la llama bailaba su rostro marfileño en el cristal del gran ventanal que daba al patio y la penumbra oscilante dejaba entrever los restos de la sopa del mediodía en el plato y las migajas de pan entre los libros que había sobre la mesa.

    Al otro lado del pequeño estudio se adivinaba un colchón sobre una plataforma de madera y un cajón forrado en tela que hacía las veces de mesilla de noche, encima del cual se encontraba otra improvisada palmatoria con un velorio más pequeño sellado a una taza de café por la misma cera. María se postró sobre el camastro y se cubrió con una colcha roja poblada de chinas paseando con sombrillas en azul. Después se abrazó al almohadón amarillento y deforme que tardó en encontrar entre el desorden de las sábanas aferrándose a él con todas sus fuerzas, como si de esa manera se disipasen las pesadillas o se apaciguase la hambruna y el bullir del bajo vientre.

     Durmió toda la noche de un tirón y cuando a eso de las doce del mediodía los rayos del sol le alcanzaron los ojos, se incorporó sobre el camastro colocándose la almohada en la espalda. Cogió unos apuntes llenos de tachaduras que había sobre la mesilla y los ojeó por encima antes de dejarlos caer sobre las figuras chinescas de la colcha. Miró entonces hacia el ventanal con el ensimismamiento de quien aún no se ha desperezado por completo, cuando tres golpes secos y espaciados sonaron en la puerta metálica.

    Ni siquiera se calzó, quizás por el mismo sobresalto que le produjo la inesperada llamada, y de puntillas se encaminó hacia la entrada. No reconocía aquella silueta distorsionada y cabizbaja que le devolvió la mirilla y comenzó a desandar sobre las puntas de los dedos el trecho que había entre el ínfimo pasillo y el frente de la cama, pero tres toques más nerviosos y apremiantes hicieron que se detuviera justo delante del catre. Entonces una voz solemne, como rebotada de entre los pilares de un templo, la llamó tras la puerta. Su timbre reverberante le pareció muy familiar, sobre todo porque aquellas resonancias de púlpito no terminaban de camuflar un acento cuya musicalidad no le era del todo extraña.

    – María, ¿estás ahí?. Ábreme, por favor.

    Abrió la puerta temblando entre la incertidumbre y la emoción y se topó con la espalda de una figura oscura y desgalichada que en ese momento se volvió hacia ella como un resorte al oír el chirriar herrumbroso de los goznes. Tardó todavía unos segundos en encontrar a Julio Villán debajo de un gabán gris oscuro con el que se resguardaba del frío en aquel desapacible sábado de noviembre.

    – ¿No me vas a pedir que pase o es que te piensas quedar ahí … helada como un pasmarote?.

     Ella se abrazó contra él a pequeñas dosis, como si quisiera racionar la inusitada intensidad que la emoción de verlo de nuevo le producía. Su pulso se había desatado en una carrera incontrolable y había que rehacerse sin levantar la más mínima sospecha, por lo que tendría que reaccionar con celeridad.

    – ¿De dónde sales tú , niño?.
    – Ya ves, el fantasma de tu pasado que regresa de improviso … pero … ¿ me vas a dejar entrar o no?.
    – Adelante, estás en tu casa … Es una covacha humilde, pero acogedora … Perdona que esté todo revuelto, pero no esperaba visita … Además me acabo de despertar …
    – No me digas que te he despertado.
   – No, descuida. Sólo estaba vagueando un rato antes de levantarme. Ponte cómodo mientras me adecento un poco.

    María desapareció detrás del biombo de tela morada que separaba el retrete y la ducha del resto de la habitación y al momento se oyó el agua correr. Julio inspeccionaba el cuarto con curiosidad detectivesca, buscando quizás el más leve rastro que delatara la visita asidua de un hombre o su pertenencia a aquel paisaje de sábanas alborotadas y de chinitas con sombrilla. De pronto se percató de que en aquel ático lleno  de libros con restos de comida y platos apilados no había ningún aparato eléctrico y mucho menos una miserable radio.

    – ¿Es que en esta casa está prohibida la música?.
    – ¡Perdona, no te escucho!.
    Ella cerró la ducha y Julio volvió a preguntar.
    – Decía que si hay música en esta casa.
    – No. Bastante contaminación acústica hay ya en la calle. Así cuando llego a casa puedo escuchar el ruido que sale de mí … de mi estómago.
    – … O el ruido de tu silencio.
    – El ruido de mi silencio … Qué curioso, no lo había pensado. Me quedo la frase.

    Mientras pronunciaba aquellas palabras María salió de detrás del biombo envuelta en una toalla blanca de baño. Sentía como las hormigas alborotaban su vientre con pequeños mordiscos y pronto el tintineo de sus antenas terminó por erizarle cada poro desde los pies a la cabeza. Julio se había sentado en la cama y la miraba con esa cara de vértigo que ponen los hombres cuando se asoman a los ojos de una mujer desde la cima de una fuerte erección. María conocía de sobras aquella mirada y asintió dejando caer la toalla al suelo. Él se acercó lentamente y saludó los senos de ella con una caricia larga que prolongó con delicadeza desde el índice, pasando por la palma de la mano, hasta la cara interior de su antebrazo. María sin embargo lo desnudó con violencia, incluso le hizo daño al tirarle de la ropa interior. Después, en el suelo los dos, comenzaron una vez más su baile tantas veces repetido y tantas veces añorado, mientras las horas se escapaban irremediablemente por el ventanal hasta el patio de vecinos,   sin que ellos tuvieran consciencia una vez más de que a pesar de todo aquel remolino que orbitaba en sus cuerpos la noche llegaría con sus sombras inapelables y su incontestable silencio.

    El hormiguillo en las axilas, el cosquilleo en las corvas de las piernas, el escalofrío de los senos, el aleteo de los ojos y de los labios se terminó a la par que la tarde aceleraba su mortecina cadencia hacia la oscuridad y la noche aconteció en forma de mancha azulada sobre el torso desnudo de María, mientras su irremediable suceso le tatuaba yedras trepadoras por los muslos a un sorprendido y sonriente Julio. Permanecía mirándola con una mueca idiota que le hacía babear sobre el saliente ombligo de ella, sin dejar de dibujarle garabatos sinuosos entre los rizos del pubis, buscando quizás contagiarla de su jovial memez, de ese mismo conformismo imbécil por el que ella había huido de su lado.

    Pero aunque María se mantenga callada en su oscuridad azulada, con un trazo recto en las cejas y una serenidad redonda, almendrada y firme en los ojos, aunque permanezca mirando la luna de color crudo, ese mismo astro que presuroso se come las nubes del cielo infame, prostituido, sucio de Madrid, aunque permanezca a la escucha de la caracola multicolor, de las voces que se escapan por el embudo del patio interior y a pesar de su ausencia fingida, aún espera el arrebato vehemente de Julio, el rapto alocado de su cadera de nuevo, el súbito ardor de antaño.
   
    Pero éste no llega, pues murió, se fue, voló a otro tiempo y a otro lugar. Y ella se pregunta porqué ese Villán de mil novecientos ochenta y siete no la mira con niebla desde detrás de sus ojos ni besa con sabor a moras y a deseo, sino que cabalga con prisas sincopadas y se desfoga como un animal cansado y hastiado del celo permanente de la apremiante hembra.

    Entonces escruta en sus ojos por si viniera una respuesta en forma de guiño cómplice o clave cifrada de otros tiempos, pero el aire de ensueño místico y la sempiterna melancolía que inundaba la primavera cordobesa con danzas libertarias de sábanas mojadas, ha quedado mancillado por una mácula burlona y de mofa que ensucia la pose de su reincidente y casi cíclico amante.

     Él le contó entonces que era un Villán de paso, que había llegado aquel día con su tienda de nómada y su beso efímero; con su cópula urgente y su posterior disculpa y la prisa siempre, pues tenía que estar a las diez en un pequeño local de Malasaña que se llamaba La Timba, donde aquella misma noche actuaba Javier Ruibal, a quien iba a entrevistar para el número cero de una nueva revista musical catalana.

    Se vistieron a la carrera. María se envolvió enseguida la contrariedad como si de un pañuelo nuevo se tratara y adornó sus ojos con una sombra de decepción evidente, aunque volver a escuchar a Ruibal recompensaba el esfuerzo que le supuso abandonar la pereza, tan familiar ya y apostada a menudo sobre su frente en los atardeceres de aquel invierno. Mientras se dirigían andando hasta Malasaña María recordaba la primera vez que escuchó a Ruibal años atrás en Córdoba, justo en el tiempo en que su preocupación mayor todavía consistía en aprender a respirar en mitad de los besos interminables y los envites a contrapelo; cuando las miradas de Julio le estremecían por primera vez y sus palabras sentenciaban como si fuesen las últimas. Fue en uno de aquellos conciertos primaverales de la Plaza del Potro cuando Javier Ruibal no sólo se coló en la banda sonora de su reino de convulsión y hormigas, sino que una de sus canciones fue desde entonces y por mutuo acuerdo el himno del país de la desesperación y la tierra del amor terminal para sus dos únicos moradores. Esa canción era “Amada”, subtitulada por su propio autor como Romanza de Desertores, donde el guerrero que viene huyendo le pide a la dama que le borre de su mente y de su cuerpo todo el horror y la muerte que dejó atrás y que luego se ate a él de manos y pies para que no lo lleven de su lado y le arrojen de nuevo al campo de batalla.

    Aquella noche la parroquia de La Timba era bastante numerosa. Llegaron ya cuando el concierto había comenzado y a Julio le agradó comprobar que Javier Ruibal y su entonces guitarrista habitual,  Antonio Toledo, no estaban solos aquella noche en el escenario y se presentaban en formato de quinteto: voz, guitarra, bajo, batería y percusión.

    Mientras tomaban posición en una de las esquinas de la pequeña sala, comenzaron a sonar los primeros acordes de “Guadalquivir” y cierto aroma a hachís dejó de ser una sospecha de la intuición pituitaria, para convertirse en el envoltorio denso y mimético que transformó la guitarra de Toledo en un laúd andalusí. Julio sonreía mientras comprobaba cómo el virtuoso guitarrista dibujaba arabescos en series repetidas y concéntricas.

     La atmósfera de la canción iba subiendo sibilina, serpenteando la música entre el humo de los canutos para alcanzar su cenit con la melisma sublime que la voz prodigiosa del cantautor gaditano iba sorteando entre los meandros del río andaluz.

    María miraba a Julio entre escéptica y sorprendida, buscando que sus ojos le explicaran cómo la garganta de Ruibal siempre salía airosa entre neumas y jipíos en aquel alarde de letra breve e intensa – A mí … Agua sin fin … Río … desbórdame el corazón … y dame la nobleza … de tu fuerza … háblame de lo que soy … y dime que me espera … –.

    Sólo habían transcurrido unos quince minutos de concierto y Julio ya había podido cerciorarse de que la música iba a continuar por los mismos derroteros, que no eran otros que los que marcaba el último trabajo de Ruibal. Mientras  escuchaba las canciones las iba clasificando para después diseccionarlas; en un lado los temas más enraizados en el folklore andaluz como “Tierra”, “Manuela” o “Ay Pelao”…  después las incursiones por terrenos más abiertos a la improvisación y al jazz como “Pasará” y al fin apareciendo en esa especie de oda marginal que constituyen los versos de “Ojos de almendra” todo un  guiño al maestro Serrat.


    María se esforzaba por no mirarse en aquella música que rebotaba contra su pasado como una reverberación, como un flash back que le devolvía la fotografía ya olvidada de la locura imposible de su relación con Julio. Sonaron entonces los primeros compases de “La canción del gitano” y se volvió hacia él como un resorte, buscando su mirada anuente y cómplice. Pero se topó con sus ojos luminosos y magnéticos que la penetraban y herían de nuevo. Sentía como se ahogaba dentro de la mirada de  Villán que otra vez se aparecía vivo e inconformista ante ella y dispuesto a darse de bofetadas contra la máscara de su pretendida indolencia. Tenía miedo y se arrepentía de haber deseado durante toda la tarde aquel ansia, aquella agonía que ahora sí se dejaba entrever tras la turbadora mirada de su amante. Pero sabía que debía romper el hilo que aún parecía tenerla atada a aquel hombre y actuar con rapidez, pues sentía que la tensión la estaba atenazando de tal forma que no opondría ninguna resistencia a los abrazos y a las caricias ya inminentes de Julio.

    Y de repente, cuando estaba a punto de rendirse, una luz vino abriéndose paso desde el otro vértice de la sala hasta que se colocó con una inmensa sonrisa a la espalda de Julio. En aquel  instante, la ingenuidad de Álvaro temblando burlón como una luminaria de feria, hizo sonreír a María por la jocosidad de la situación, y sobre todo, por el alivio que le produjo el encuentro.


    Los dos se abrazaron como si en lugar de dos días llevasen dos años sin verse, apretujándose con violencia. Julio se sintió incómodo e ignorado, por lo que aprovechó el momento para ir a pedir a la barra. Sintió la necesidad del alcohol que le aliviara el fastidio por aquel inoportuno encuentro, así que se pidió un Havana Club de siete años.

    Apenas lo saboreaba, sino que englutía el contenido del vaso con avidez por llegar hasta el fondo y beberse todas las preguntas que le surgían a borbotones: ¿sería aquel niñato que tantas confianzas parecía tener con María su última adquisición en la cama?, ¿sería él con esa carita de ángel el causante del revoltijo de sus sábanas o el dueño del fuerte olor a almendras amargas que gravitaba en aquella habitación?.

    En aquel mismo instante Ruibal atacaba con  guitarra las primeras notas de “Amada”. Miró entonces a María esperando su reacción, pero allí continuaba ella en una danza de torpes  y un tanto mecánicos pasos de aquí te toco, allí me besas cuando yo te empuje para que luego me achuches.

    Aquello lo encendió aún más, dejándolo a punto de estallar puede que de celos o quizás de indignación, pero eso sí, bien asido con fuerza al vaso ya vacío de ron añejo como si de ello dependiera para mantener el equilibrio y no terminar de bruces llorando contra el suelo.
        ¡Pero qué demonios! - se dijo.

     No había venido a Madrid a terminar de descarnarse a empelladas contra la voracidad uterina de María. Faltaría más que ahora sus logros rodaran montaña abajo, pues el no se sentía precisamente un Hércules empecinado en comenzar una y otra vez. Realmente estaba viejo y cansado para esos juegos rituales ¿o es que tenía que mearse en cada esquina de Malasaña para decir aquí estoy yo?, ¿tenía que malgastar sus fuerzas ya muy justas a cabezazos y dentelladas contra los lobos jóvenes de aquella manada nocturna?. ¡Claro que no!, así que pagó su copa y sacó del bolsillo interior de su gabán el bloc de notas y la pluma.

    En verdad Álvaro no era uno más en la interminable colección de María. Álvaro era el amante constante, el que siempre llamaba a la puerta en el momento preciso, el que atacaba su cama con la estrategia certera y regalaba después su sonrisa perfecta, aunque ella no hubiera sentido nada más que punzadas secas llenando su vagina de más vacío si cabe. Tenía siempre esa jovialidad en la cara que le hacía familiar y cotidiano, por lo que no estorbaba que pasara las semanas enteras ahí, echado en el lado izquierdo del colchón revuelto y hediondo como un mueble más del destartalado estudio. Era simplemente el desahogo. Nunca pedía nada a cambio y a María no le hacía mal su compañía. Solía desaparecer cada dos o tres días sin decir dónde iba ni cuándo volvería, y casi siempre, coincidiendo con el fin de semana se dejaba ver por los lugares comunes como por casualidad. Esa casualidad estudiada que no molesta ni hace daño a nadie, pero siempre dejándole a María la última palabra.

    Lo había conocido un día a la salida de clase en la cafetería de la facultad. Habían compartido primero un café, después unas cervezas, para acabar aquella misma noche retozando en la cama como dos posesos. Y en las caricias que ahora intercambiaban en mitad de la Timba se deducía que habían llegado a compenetrar perfectamente los ritmos y los rituales de ambos.

    En ese momento María recordó que había venido con Julio y que ya no estaba junto a ellos. Pero no tardó en encontrarlo en un rincón de la barra tomando notas junto a su segunda copa de ron. Por entonces Ruibal y su grupo habían alcanzado la parte final de su recital y lo hacían subiendo la temperatura ambiental con otro de los himnos oficiosos que su primer disco había dejado en la memoria emocional de Julio: “Al amor”. María lo veía escribir en la barra, sumida su pluma en una borrachera de vértigo y de palabras atropelladas, así que no lo quiso interrumpir y se marchó cogida de la mano de Álvaro sin decirle nada.
   
    Durante el tiempo que María siguió viviendo en Madrid no volvería a coincidir nunca más con Julio ni tendría noticias de él, salvo el paquete que recibió el martes siguiente a su desencuentro en la Timba. Venía acompañado de una nota, una estrofa de “Amada”: … mira bien mujer … el llanto amargo que derramo … es lo único bueno que encontré para ti … Dentro había un pequeño aparato radio casette de una conocida marca japonesa y la cinta de “Cuerpo Celeste”.

    En el interior de la carátula Ruibal, una vez terminada su entrevista con Julio, había escrito la siguiente dedicatoria sugerida por el mismo Villán: “Para María, libre oyente del sonido de los silencios, con todo el cariño, estos mis ruidos encerrados en una caracola”.

     María abrió el paquete tímidamente, tirando del celofán por uno de los extremos. Sólo acertó a distinguir el aparato radio casette. Recordó la conversación que había mantenido con Julio la tarde del sábado, aquella sobre la ausencia de música en su cuarto. Volvió a cerrarlo cuidadosamente. Nadie turbaría el silencio de su habitación y mucho menos el ruido sucio y sordo que le producía el recuerdo de Julio, así que cogió el paquete y lo metió en el fondo de la alacena que utilizaba como trastero.

   El artículo sobre la actuación de Ruibal y la entrevista posterior jamás vieron la luz, pues aquel proyecto de revista murió en un despacho de Barcelona un par de meses después. Julio no volvió por Madrid hasta un lustro después, pero esta vez lo hizo para quedarse. Sin embargo María tardó poco tiempo en sentir que el frío de Madrid le estaba helando los sueños y huyó con lo puesto antes de que llegara el verano, sin volver a recordar que había dejado algo en aquella alacena.