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l espejo del
tocador es para Auri un instrumento de lectura. No en vano, suele pasarse las
tardes enteras ensimismada en su reflejo. Lleva el recordatorio de todas las
efemérides de su vida en el diario acuoso de ese lago salobre, ramificado de
ovas radicosas y tubulares por las mañanas, pero que en las siestas se vuelve
diáfano y cristalino, pleno de nenúfares y plantas exóticas que colorean sus
mejillas. De ahí que nunca se mire en él al levantarse, que lo huya como
un animal despavorido.
Ante él
revive su historia, unas veces escrita con caligrafía apresurada, como si los
acontecimientos se vieran sorprendidos por la urgencia de su propia inmediatez,
y le dejaran el asombro en sus ojos color fondo de mar y el gesto huidizo en la
mirada de pez abisal. Sin embargo, las más de las veces, el tiempo ha
ejercido un dictado ralentizado que se estira en las pausas hasta la
desesperación, provocando una letra gruesa y rococó de firmes y amanerados
garabatos, que con los años terminará por conformar las arrugas impresas de su
cara.
Ha cumplido los cuarenta el pasado
veintiocho de abril, pero aún tiene en sus sonrojadas mejillas ese aire
virginal que le da el pudor de saberse la chica más bella en la verbena de
agosto. Vuelve entonces el cuello hacia un lado, mientras con el rabillo del
ojo observa en el espejo su nuca desnuda de alhajas y despejada del bosque
negro y rizado de su cabellera. Se sonríe después maliciosamente durante unos
instantes de pavoneo desvergonzado, para al fin terminar por sacudirse el rubor
con el golpeo de su melena ensortijada.
Normalmente
se despierta sobre las siete y media, hora en la que Jose se levanta para ir al
trabajo, pero casi de manera inmediata cae en el suave duermevela que le impide
recordar si su marido le dio un beso de despedida. Sobre las diez menos cuarto
abre la persiana y permanece unos minutos más echada en la cama, sacudiéndose
la incredulidad de estar ante el vacío cotidiano que habrá de llenar con la
misma rutina hacendosa de ayer y de anteayer. Así pasa la mañana, en esos menesteres
que le excusan de pensar en sí misma, flagelando su propia estima contra la
aspiradora y los pucheros, para terminar maldiciendo aquel día de Santiago
Apóstol en el que dio su consentimiento a esa anulación de sí misma; a la
negación de su alma que el espejo le devuelve en una silueta grotesca, en un
reflejo de belleza triste y madura que nadie ve, presa en el abismo verde de
sus ojos, enredada y oculta entre la maleza de su pelo enmarañado.
¿Cómo
podría ella haber imaginado que terminaría casándose con aquel niño tímido con
gafas de culo de vaso que la rondaba a los once años y que le escribía
versillos ripiosos?... Nadie ha vuelto jamás a dedicarle un poema, y no ya a
enviarle una carta o unas pocas letras de agradecimiento. Porque en verdad,
nadie puede imaginar que, en algún lugar de su interior, sea tan fuerte el
anhelo que siente por aquellos cuartetos mal rimados. Hasta su marido ignora su
deseo inconfesable, e incluso puede además que haya desechado la
posibilidad de volverle a escribir ni una ínfima dedicatoria junto con un
regalo de cumpleaños o de aniversario.
Hoy le ha
resultado más duro ponerse en pie, porque otra vez se ha pasado la noche
peleando en la asfixia recurrente de esa pesadilla que no le deja dormir. Está
en el paritorio rodeada de médicos y enfermeras que cuchichean escandalizados
alrededor de ella. Josito le tiene la mano cogida, pero está muy callado y
serio, no le responde a pesar de su insistencia. Quiere ver a su hijo, que le
diga dónde está. Pero no le contesta, está como idiotizado, en el más absoluto
y ridículo paroxismo. Tampoco lo hace una matrona enorme con ojos redondos y
saltones que la mira con toda la conmiseración del mundo. Entonces alguien que
se parece a su ginecólogo le dice que ha tenido un hermoso salmón de tres kilos
trescientos, que no se preocupe y que necesitan que firme un consentimiento
para que le sean extirpados sus órganos reproductores por el bien de la
ciencia.
La voz se le
ahoga como si todos los desechos placentarios de todas las mujeres del mundo le
tapasen la boca para que Jose no pueda oírla y la despierte de una vez por
todas. Cuando al fin ha conseguido abrir los ojos, estaba empapada en sudor y
se sentía reconfortada por la certeza de su propio olor corporal, tan fuerte,
tan rotundo, tan real. Ha mirado el reloj de la mesilla y ha resoplado al ver
que aún no eran las cinco y a su lado su marido roncaba profusamente emitiendo
los estertores y cavernosos bufidos de su sinfonía -sibilante en la aspiración
y gutural al expeler el aire-.
Se ha
levantado para ir al baño y ha permanecido sentada en la taza durante largo
rato, atada a ella por una alarmante vigilia de actos coherentes, que incluso
le ha asustado. Ha pensado que lo mejor sería echar un cigarro mientras le
regresa el riego sanguíneo a su cabeza y las fuerzas a sus piernas. Ha
recordado que siempre guarda un par de pitillos y un mechero en el cajón de las
toallas y los ha buscado sin incorporarse. “Aurora, tú estás mal. Pero que muy
mal” se ha dicho mientras encendía el fortuna. Y dándole una calada
enérgica se ha sumergido en el humo con ensimismada dedicación.
Había
llegado el momento de tomar una determinación y esto le hacía sentir un cosquilleo
novedoso e infantil. El planteárselo a Jose no debería suponer ningún
contratiempo. Pero esperaría a la noche para abordarlo de manera reposada y
tranquila. Así que le ha dado una chupada intensa al pitillo y lo ha arrojado a
la taza del inodoro.
Cuando se
disponía a salir del cuarto de baño, se ha topado con su propia mirada en el
espejo, veteando unos reflejos esmeraldas desde el otro lado que le han hecho
parpadear de manera nerviosa. Después se ha vuelto a la cama donde su marido ya
no emitía esos ruidos insoportables. Tan sólo respiraba con la intensidad misma
de la noche más oscura, y lo hacía con tal abundancia, como si así se lograse
dormir más deprisa y con ello consiguiera descansar doblemente. Ella ya no ha
logrado conciliar el sueño y ha decidido permanecer en la cama boca arriba,
mirando a nada, esperando la hora en que sonara el despertador: las siete y
treinta y dos minutos justas. Pero no se ha despertado hasta que no ha oído
como Jose daba la última vuelta en la llave al cerrar la puerta, aunque
enseguida se ha vuelto a quedar dormida hasta el mediodía.
Aurora
prepara la comida con una meticulosidad casi quirúrgica. Cada paso de una
receta ella lo interpreta como un rito inalterable de la ceremonia culinaria y
su pulcritud en el tratamiento de los condimentos y en el corte de carnes y
pescados es tal, que si alguien entrara en la cocina, sentiría un recogimiento
semejante al que se respira en un templo durante la liturgia. Así, cuando
Josito vuelve sobre las tres, nada más abrir la puerta, sufre un vahído
provocado por los aromas de los guisos y el hervor de los pucheros, ya que el
éxtasis que su pituitaria experimenta es tal, que se le descompensan los jugos
gástricos. Sin embargo, para Auri la cocina es el ineludible castigo que ha de
sufrir diariamente por no haberse buscado aún un trabajo que la aleje
definitivamente del bullir sofocante de las ollas y el olor a cebolla
impregnándole la ropa, la piel. Hasta prefiere pasarse un día entero cocinando
antes de tener que hacerlo durante el fin de semana, por lo que los viernes
suele dedicarlos por completo a la singular tortura de la espumadera y el
delantal.
Como hoy se
levantó tarde, ha echado mano de las eficaces recetas de pastas de su cuaderno
rojo, que suele sacarla de más de un apuro. Así que dio un baldeo a las cuatro
macetas que tiene en la terraza, arregló un poco el salón, fregó el cuarto de
baño y se ha despachado después con unos espaguetis con carne picada de ternera
a los tres quesos.
Hoy Josito
se adelantó en su llegada un cuarto de hora, por lo que antes de comer se sentó
en el ordenador a repasar el correo. Después, ha apagado el ordenador y se ha
dirigido hacia la cocina, lugar donde suelen hacer las comidas al no ser que
tengan invitados, ya que entonces lo hacen en el salón. Se ha sentado delante
del plato, lo ha probado y ha sonreido a Auri, celebrando la sabrosa mezcla de
queso gorgonzola, mozzarella y parmesano que cubría los espaguetis como una
lava volcánica. Después de hechos los honores, se ha quedado como absorto en el
chasquido de su mandíbula al masticar, o quizás narcotizado por los efluvios de
ese magma de pasta y queso que tanto celebra, pero que siempre devora sin
apenas saborear, con el consiguiente enfado de su mujer.
– ¡ No sé
para qué me rompo la cabeza pensando en qué hacer de comer! Si total, tú nunca
lo sabrás valorar.
– Tengo
hambre y sabes que cuando tengo hambre, devoro. Es así de simple, no tienes por
qué enfadarte.
– Una cosa
es el hambre y otra la consideración y el respeto por la cocinera.
En este
momento de la conversación, Jose suele callarse para evitar un farragoso y
molesto cuerpo a cuerpo con Auri, quien siempre continúa su letanía durante
unos instantes, hasta que por fin considera que se ha desahogado lo suficiente.
A todo esto, ya ha terminado de comer, así que recoge sus platos, los mete en
el lavavajillas y prepara el café, mientras Auri aún anda con el postre.
Es un ritual
que repiten de manera invariable todas las sobremesas y eso a ella le produce
cierta incomodidad, sobre todo porque casi nunca su marido permanece sentado en
la mesa mientras ella aún no ha terminado, aunque sólo lo haga para poder
contarle las trivialidades que ese día hubiesen ocurrido en la oficina. Por el
contrario, se marcha hasta el salón y se tumba en el sofá para dormitar con las
noticias de la tele durante los cinco minutos exactos que tarda en despertarle
el aroma del café recién hecho.
Pero hoy
ella estaba dispuesta a romper su feliz rutina, a estropearle la seguridad que
le da saberse el dueño de ese momento y de ese tiempo, porque lo dice la máxima
jurídica, que la costumbre es derecho, y justo después que Jose se ha secado
las manos, tras haber dejado en el fuego mediano la cafetera, le atacó con una
de esas preguntas que a él le hacen arquear las cejas.
– ¿Cuándo te
puedes coger una mañana libre esta semana?
Jose ha
permanecido inmóvil, aguantando a duras penas el rictus de las cejas. Ha
respirado profundamente y ha contestado con otra pregunta.
– ¿Cuándo te
interesa a ti que lo haga?
– El jueves,
el jueves es el día perfecto.
Aurora no le
ha dejado pensar, como si el darle tiempo supusiera una ventaja que no le podía
permitir, por lo que de esta manera ha logrado entorpecer el baile inquieto que
sus cejas habían comenzado: arriba y abajo. Después, ha permanecido a la
expectativa mirando a su marido con un gesto de chulería no exento de cierta
petulancia y que le hace achinar sus ojos hasta transformarlos en dos finas
rayas verdes.
- Pues veré
qué puedo hacer…
– ¡Cómo que
veré qué puedo hacer!, ¡tienes que librar el jueves por la mañana!
– ¿Pero qué
es eso tan urgente que te traes entre manos?
– He
concertado una cita en la Clínica de fertilidad para las diez de la mañana.
– ¿Y por qué
no has empezado por ahí en vez de montarme el numerito? De todas maneras,
gracias por contar conmigo para tomar decisiones.
– Sabes
perfectamente que sobre este tema hemos hablado millones de veces y creía que
eso ya lo teníamos discutido y estábamos de acuerdo, ¿no?
Aurora no
soporta las amnesias repentinas que suele sufrir su marido, por lo que su tono
de voz se vuelve más violento.
– La última
vez que hablamos sobre ello me dijiste que fuera mirando el tema y lo he hecho.
Además, tú mismo sugeriste que debíamos tener en cuenta la posibilidad de
buscar ayuda facultativa.
– Está bien,
está bien… ¡llevas toda la razón del mundo ¡ perdóname. El jueves… sí,
perfecto.
El bullir de
la cafetera lo ha devuelto a sus menesteres y con mucho mimo sirve dos cafés
cortados en la mesa de la cocina, mientras Auri hace un intento de tirar a la
basura, junto a las sobras de su plato, aquel poso de amargor que su marido
había logrado reavivar en su estómago. Cuando termina de empujar con el tenedor
el último resto y se vuelve hacia Jose, éste ya la espera sentado en la mesa
con la misma sonrisa de idiota que ella tanto suele celebrar, aunque ésta vez
no le surtió efecto.