lunes, 7 de enero de 2013


¿Por qué no vinisteis?






   No me atrevo a aventurar el año, pero debió ser en el 83, concretamente junio de 1983. Durutti ya era la banda de Vini Reilly, cuya guitarra estaba marcando a golpe de delay y armónicos mi manera de tocar. Pero ninguno de vosotros estabais allí para descubrir mi truco y echármelo en cara. ¿Por qué no vinisteis?, Yo no lo recuerdo, sólo sé que las hormigas del olvido han devorado el camino que trazaron vuestras escusas, si es que las hubo, si es que os pedí que me acompañarais.

    Claro que no solíamos caminar por el mismo lado de la calle y casi siempre además lo hacíamos en direcciones opuestas. Y si nos cruzábamos nunca os miraba a la cara, porque no me entristecían las mismas cosas que a vosotros y ni siquiera  pretendía que celebrarais mis alegrías de paleto de pueblo, aquellas que apenas vislumbrabais en la lejanía del camino que subía hasta el centro por el arrabal, justo al otro extremo de la ciudad, donde yo vivía, y donde como Poe creía a pies juntillas que todo lo que amaba desde mi infancia lo amaba desde dentro del abismo de mi soledad, “en el alba de mi tormentosa vida ”.

Teatro de la Axarquía de Córdoba
    Algo parecido a esto debió suceder para que aquella noche de mediados de junio me pusiera mis mejores galas y me encaminara en solitario desde los Solares de San Rafael -aquellos tres o cuatro bloques de viviendas sociales  al lado del cementerio- y me dirigiera hasta el teatro de la Axarquía, atravesando Córdoba veloz y decidido. Por el camino iba tarareando divertido el “Garufa” por Gardel, quizás con la esperanza incierta de toparme con alguno de vosotros, para luego no mirarnos  a  la cara y hacer como que no nos conocemos, porque nuestros momentos eran distintos, porque nuestras visiones eran diferentes; porque definitivamente iba a ver a Durutti Colunm sin vuestra compañía.


La Reserva
    Como siempre que voy a un concierto solo, terminé llegando cuando los equipos en el escenario aún estaban calientes tras la prueba de sonido. La Reserva, capitaneados por el ex de Adrenalina y futuro Corazones Estrangulados Jonka Zarco, iban a ser los teloneros. Un músico inglés afincado en Córdoba dijo de ellos que fueron los primeros  grunge de la historia, pero eso fue cuando la historia ya había pasado por ellos. El caso es que tendrían el  honor de dar la réplica a los Durutti y se notaban los nervios, o eso es lo que deduje entonces al ver el gesto tenso y agrio de Jonka ¿o esa era la normalidad de su semblante? Aunque cuando subieron al escenario estuvieron al nivel que exigía la noche: sobrios y correctos. Además, si la memoria de ahora y la vista de entonces no me fallan, la tensión acumulada terminó por romperse con una cuerda de su guitarra y a partir de ese momento todo fue más fluido. Era evidente que las hormigas no me corrían en desbandada para ver a La Reserva por enésima vez, aunque he de confesar que me divertía por aquella época ver a Jonka bostezar desde la barra de algún bar ¿quizás tras algún sueño de psicodelia? 

   Y allí estaban por fin.  A Reilly, enjuto y demacrado, casi no se le veía tras el parapeto de su guitarra, mientras que a Bruce Mittchel, batería definitivo de la banda, siempre lo recordaré por la indumentaria que llevaba esa noche. A la socarronería que parece rezumar de manera innata en su semblante venía a contribuir un traje color crema con pajarita negra, rematado  con un  extraño gorro que a mí me recordaba  al del botones Sacarino. El contraste de la melancolía casi bucólica que envuelve a Vini por su manera de atacar la guitarra, con el sentido del espectáculo -muy británico siempre- de Bruce, fueron esa noche para mí  una verdadera conjunción planetaria a la que asistí en solitario, aunque para cuando empezaron a tocar ya no echaba en falta ni vuestra complicidad ni mucho menos vuestra aprobación. Toda esa pretendida camaradería debía de haberse extraviado en el juego del desencuentro y de las miradas esquivas.

Vini Reilly de Durutti Colunm
    Mittchel adornaba su exquisitez jazzística, su sutileza a las escobillas, con su muy inglés sentido del humor, mientras parecía vigilar aquella timidez un tanto enfermiza por la que deambulaba Reilly, que ejecutaba los temas  casi sin levantar la cabeza del mástil de la guitarra, ni tan siquiera cuando lo dejaba momentáneamente para atacar el teclado del sintetizador, quién sabe si por no romper el hilo invisible que nos conectaba con su música. Tanto me hipnotizó la presencia en el escenario de estos dos músicos, que aunque sé que les acompañaba un bajista, no os puedo decir quién era y si en realidad su colaboración en aquel singular momento era tan innecesaria como lo fue vuestra presencia.

    Ahora no os sabría explicar qué pálpito empujaba mi corazón hacia aquellas preferencias musicales tan opuestas a las vuestras, pero sé que en primer lugar siempre estarán los discos que mi hermano descubría mientras yo andaba enzarzado con mi pelea interior, dilucidando si quería ser cantautor o formar un grupo. Para mí fue todo un acontecimiento descubrir a Durutti, pero más impactante y decisivo fue descubrir a mi hermano pequeño, a quien le llevaba dos años, pero quien me llevaba veinte a mí a la hora de olfatear lo bueno, lo auténtico y casi lo definitivo en la música.

    También, como a él que me los descubrió, los Durutti me habían ganado de antemano por el nombre. Quizás fueron el primer grupo foráneo que sacaban su nombre de algo, de alguien español, aunque para nada se tratase de una revelación libertaria y todo fuese fruto de la ciega y caprichosa casualidad, ya que Vini  se había topado con la siguiente inscripción -falta de ortografía incluida- entre la propaganda de un partido político situacionista inglés: "The Return of the Durutti Column". De hecho, hasta que en aquel año no vinieron de gira por España no se enteraron de que su nombre provenía de la columna de milicianos  que el anarquista Buenaventura Durruti comandó  durante la guerra civil española.

      Os contaré que aún debe permanecer escondida en un rincón del salón de la casa de mis padres en el pueblo, una vieja caja de madera. Es una de esas cajas con la que se solía recolectar hortalizas y frutas. Dentro reposa muda una respetable colección de vinilos que mi hermano y yo habíamos logrado reunir a lo largo de más de una década, aunque a decir verdad, todo empezó con un regalo de Reyes; ni siquiera era un radiocasete, sino un magnetófono. Hasta tenía su soporte para el micro, con el que se nos ocurrió grabar largas parrafadas sin pies ni cabeza en las que los dos nos íbamos alternando en el papel de entrevistador y entrevistado.

    A esto le siguió la colección de casetes no originales adquiridos tras patearnos todos los expositores de bares y gasolineras del pueblo y alrededores. Allí dimos con algunas versiones  realmente buenas. Yo me encapriché de una recreación de “Pigs”, del Animals de Pink Floyd, que ponía una y otra vez en la oscuridad de mi cuarto, y que a día de hoy me sigue pareciendo mejor que la original, la cual no llegué a escuchar hasta un par de años más tarde. Después vinieron las cintas originales; la primera fue The Crime of the Century de Supertramp, conseguida tras chantajear a mi madre en la sección musical de Galerías Preciados.
-Si no hay Supertramp no nos probamos la ropa.
    La correlación lógica a continuación hubiera sido hacernos con un equipo estereofónico o un tocadiscos al menos, pero como muchos chavales de la época empezamos la casa por el tejado; primero la música, ya encontraríamos donde escucharla, aunque para ello hubiera que salir todas las tardes en peregrinación por los bares con la bolsa de discos bajo el brazo, la mayoría   adquiridos por correo, pues solíamos gastarnos todos los ahorros en el catálogo de Discoplay.
-Ponme una cerveza y pincha éste de Décima Víctima.

-¿Y esos quién coño son?… ¡En su casa los conocerán a la hora de comer!… ¡Si esto es música de muertos!

    Y cuando en el bar de turno nos aguantaban el disco entero de alguno de aquellos músicos malditos, alguien se ofrecía para lincharnos, porque los habíamos dejado sin sevillanas de los Marismeños o el “Feliz Navidad” de Boney M.



Gabriel García Márquez
    Sabed que como sólo nos llevamos dos años, no duraron mucho mis rabietas porque mi madre nos vistiera como si fuéramos gemelos, o porque tuviera que llevarlo conmigo a todas partes, pues cuando quise acordar, mi hermano  pequeño se había convertido en un colega con el que nunca o casi nunca hablaba de chicas, pero con el que compartía el fervor y la pasión por la música, los comics, la literatura … Y lo que resultaba verdaderamente revelador, con el que experimentaba una maravillosa retroalimentación que nos hacía a ambos más sabios, más eclécticos y más amigos; si yo aportaba la música de Víctor Jara, la nueva trova cubana, Hilario Camacho… los cuentos de Cortázar, el realismo mágico de García Márquez … Felipe devolvía la jugada con grupos de culto como los mismos Durutti, Felt, Golpes Bajos… los etílicos relatos de Bukowski, la poesía de Pessoa …
Charles Buchowski
    Imaginad que ser alguien en la vida no era para nosotros una prioridad y tampoco nos preocupaba si algún día todos aquellos datos y conocimientos tendrían una aplicación práctica. Incluso  nos pavoneábamos de poseer varios cientos de habilidades que podrían ser catalogadas como de poca utilidad y a las que llamamos ejercicios de tonificación síquica, porque eran tiempos de luz y aprendizaje, de cultivar la influencia del uno en el otro y descubrir y sentir. Y así pasaba nuestro tiempo y mientras él fue decantándose por la pintura y por los comics, yo lo hice por la música y por la radio, dejando entre ambos, en las anchas y tupidas extensiones que abarca la literatura, nuestro campamento base desde donde acometer proyectos comunes.

Samuel Beckett
    Nuestra infancia no fue como la vuestra y nunca vimos las cosas como vosotros las veíais, ya que él no era muy distinto de mí, aunque sí más huraño y hermético, en esa actitud taciturna y reservada con la que acata hasta la más intrascendental de sus decisiones y que le ha servido para crearse cierta fama de artista maldito y underground. Y por lo que a mí respecta, yo era un niño –como diría Samuel Beckett- con escaso talento para la felicidad. Además, sigo teniendo la novelera convicción de que nunca he dejado de ser ese crío incomprendido que va por el camino tarareando su improvisada canción, inventando otros mundos ajenos a la realidad. 

    Sé que no sucedió de repente, pero ni vosotros ni yo notamos cuándo se alejaron nuestros pasos. De pronto, mis ocurrencias ya no se mecían en el arrullo lisonjero de vuestras palmadas y mi corazón henchido antaño, vio su soberbia diluida en el fondo de una triste y solitaria cerveza. Ya nadie alrededor acompañaba mi trago y el tintineo de vasos y el murmullo y las risas ocurrían en la mesa de al lado, mientras el amargor del lúpulo turbaba mi recuerdo con aquel beso clandestino que unos labios caprichosos encendieron en la boca del chico triste que llegó del pueblo.

    Y un día, ya no me deslumbraban vuestras luces de ciudad, ya no envidiaba vuestros vaqueros de marca ni vuestra suficiencia impostada. Como también dejó de sorprenderos mi sabor a hierba y a barro, como dejaron de fascinaros los jerséis de cenefas que mi madre tejía y el rubor que reflejaba mi sabiduría naif. Y ya no eché de menos vuestro aplauso y si me apuras, hasta los juegos de cama redonda me parecieron tristes y abominables, como una limosna piadosa, pero forzada.

    Y dejé de llamaros y dejasteis de venir. Y dejamos de quedar y volvimos cada cual a nuestro lado de la ciudad; vosotros al barrio alto displicente y hedonista, yo al descampado de al lado del cementerio, con los abnegados y  los voluntaristas.

    Por eso, cuando aquella noche de mediados de junio me dirigía hasta el centro, ni siquiera os vi caminar por la otra acera, ni tras las vidrieras de los bares de costumbre. Tampoco zigzagueando en el río de coches con  vuestras  flamantes motocicletas y sus destellos metálicos, ni vuestra estela de after shave y bujía quemada, ni el pavoneo irreverente de vuestras chicas, ni el sonajear de los zarcillos de plata entre sus melenas al viento.        

    Los posos que se han ido fermentando en mi interior durante todos estos años y que hacen resurgir aquella noche reinventada y nueva, tienen la fuerza y la concentración que emana del abismo de la soledad. Éramos los Durutti, yo y la noche cordobesa detrás. ¿Por qué no vinisteis?, ¿qué escusa me disteis?...

    Puede que para entonces ya nada me uniera a vosotros, al menos en aquel momento en el que mi destino parecía estar encadenado a perpetuidad a una melancolía recurrente. Pero es ahora cuando después de tantos años lo veo claro, que nada os conté entonces de aquella música que me hacía feliz y que tanto me unía y me une a mi hermano, ¡porque nos maravillaban y nos hacían soñar tantas cosas que desconocíais!... Como tampoco os conté que con ella escapé del fuego que en su vaga intensidad consumía lentamente mi espíritu atormentado, el mismo espíritu que me llenaba de amargura y que entonces me impidió pediros que me acompañarais aquella noche de verano al concierto de Durutti.