miércoles, 23 de octubre de 2013

ANUNCIOS POR PALABRAS

Enésima noche aciaga -hora incierta de sueños interruptus- en busca de tus paisajes, aquellos de laderas suaves, con su pequeño bosque en el centro y su acogedora gruta escondida -nuestro secreto-. Que me traían la calma, que sosegaban mi anhelo, que me rendían y me dormían y me despertaban repuesto.


El mismo día de siempre, de todos los días - con sus mismas horas que transcurren lentas, pesadas, casi quietas-: recorro mis desiertos, estos de piedras incendiarias, con su espejismo en la canícula y su trampantojo de alcohol -mi vergüenza-. Que me arrastran al delirio y que me remueven por dentro y me despiertan inquieto

lunes, 21 de octubre de 2013

El despido

  - Te escupía en la cara …

    Vino hacia mí con la decisión inconsecuente de un kamikaze, clavó su colérica mirada en mis ojos y lanzó sin más su exabrupto.

    - ¿Qué has dicho?…
    - Que te escupía en la cara del asco que me das …

    Efectivamente, a pesar de mi incredulidad esas habían sido sus palabras  y no sé porqué extraña circunstancia, o quizás debido al estupor que me produjo, pero el caso es que aquella rabia primitiva, casi irracional, consiguió narcotizar mis sentidos y paralizar mis facciones al menos en un primer momento.

    Mi aparente serenidad y que le diera la espalda hizo que se enfadara aún más, así que continuó sus ráfagas de improperios a escasos cinco centímetros de mi nuca. Pero aunque he de reconocer que un escalofrío de desazón recorrió eléctrico a lo largo de mi cuerpo, no me inmuté. Continué sentado frente al teclado con la mirada perdida en el documento que tenía abierto en la pantalla.

    Apenas diez minutos antes  le había comunicado su despido. No, perdón, según las directrices marcadas por la Compañía en estos casos,  le había comunicado que efectivamente su contrato había expirado -como se le había preavisado con un mes de antelación- y que lamentablemente no se iba a prorrogar la relación laboral entre ambas partes. Que a partir del día siguiente comenzaba a disfrutar de los días de vacaciones que le pertenecían y que ya se le llamaría cuando estuviera preparado su finiquito.

    Por supuesto que no era la primera vez que lo hacía. De hecho me reconozco cierta profesionalidad casi mecánica al elegir las palabras correctas y el tono respetuoso, aunque  lo suficientemente distante y neutro como para no caer en la compasión. Por eso estoy convencido plenamente de que no dije nada  que pudiera ser interpretado como irónico ni hiriente, nada que diera lugar a equívocos. Utilicé la empatía en su medida justa, lamentando la determinación a la que se había llegado, pero expresando el porqué de dicha decisión con concisión y sin añadir demasiada solemnidad a las explicaciones.

    Pero no  podía pretender que alguien acepte perder su trabajo con profesionalidad , siguiendo un protocolo de gestos y entereza socialmente reconocidos como correctos y emitiendo una declaración de resignada aceptación. Tampoco habría esperado nunca ser el causante de tanta ira como vomitaba su boca y se dibujaba en su gesto rabioso y en su mirada de asco. Y lo inesperado de esa reacción desarmó en un instante todo el andamiaje que durante todos estos años me había ido construyendo alrededor de mis complejos y de mis miedos. Su locura sobrevenida derribó de un solo golpe el muro tras el que ocultaba  todos aquellos recuerdos, todas aquellas  horribles sensaciones.

    Aparté los ojos de la pantalla, pero fui incapaz de volverme hacia él, ya que continuaba disparando a quemarropa. Podía sentir en la piel erizada la viscosidad de su aliento, la salivación excesiva navegando entre sus palabras atropelladas; podía oler el desprecio  terroso de sus insultos y notar el regusto mohoso de su blasfemia. Entonces fue cuando me topé con el reflejo de la ventana que me devolvía  mis ojos vidriosos y mi semblante asustado y que en un principio no alcancé a reconocer, pues habían pasado tantos años sin verme esa expresión …

    Quizás siempre había sido así y hasta ese momento no había reparado que entre mis gestos y bajo mis miedos seguía teniendo la misma cara de entonces acompañándome como el amigo invisible de mi rutina, ahí agazapado, observando mi desnudez, contemplando mi verdad tibia y pobre, analizando y trascendiendo la simpleza y la banalidad de mi existencia.

    Y mi reflejo me habló como entonces, con voz de madre para mitigar mi ansiedad.

    - Que no vea que estás temblando … que no adivine que ya has llorado … que no llegue a notar que ya perdiste …

    Durante un momento pareció haber surtido efecto, pero él sólo había dado un paso atrás para tomar impulso y apuntalar su voz  ya gritona con un gesto de chulería y una pose tal vez rescatada de sus luchas de patio de colegio. Parecía buscar , insulto tras insulto, que yo quedara encerrado en su círculo de matones, que yo claudicara y al final agachase irremediablemente la cabeza cuando sintiera  el miedo mojando mi entrepierna.

    Yo me agarraba  entonces al viejo conjuro, repitiéndome la letanía mecánica y nerviosa una y otra vez.

    - Que no vea que estás temblando … que no adivine que ya has llorado … que no llegue a notar que ya perdiste …

    Estaba a punto de abandonarme al pavor y dejarme caer desplomado. Las piernas me temblaban … las lágrimas afloraban y apenas me dejaban ver … mi boca ansiaba gritar …”¡¡¡Me rindo!!!” …

    Y entonces, como muchas otras veces, sonó la sirena al fin y tras frotarme los ojos encontré de nuevo la pantalla de mi ordenador. Con gesto enérgico pulsé una tecla y la impresora inició su rutina. Primero un bostezo tímido y luego un crujido sincopado que a él le hizo callar en sus gritos hasta dejarlo momentáneamente paralizado.

    Me giré en el sillón y recogí el documento recién impreso. Después cogí el teléfono y llamé al jefe de seguridad.

    - ¿Puedes venir al despacho?

    Tardó en reaccionar. Permaneció mirándome con un gesto entre perplejidad y asombro. Yo le miré a los ojos por primera vez, no en un gesto de afrenta, sino buscando en la profundidad de sus pupilas los resortes que disparaban aquella rabia desde los sinsabores de una infancia  quizás llena de momentos terribles y de miedos insuperables, que yo no podía ni quería llegar a imaginarme. Y ahora para colmo, se había vuelto a quedar en el paro.

    Me miró con una mueca burlona dibujada en sus labios. Se dio la vuelta y se marchó sin decir una palabra más. Me quedé  echado en el sillón durante bastante rato. Observaba en el reflejo del cristal aquella expresión mía que creí muy lejos e irrecuperable, pero que  siempre había permanecido fiel a mi sombra, invisible a los demás, agazapada en mis ojos, observando mi desnudez, contemplando esta verdad tibia y pobre, para acabar concluyendo siempre cuán de simple y banal es mi existencia.

domingo, 13 de octubre de 2013

ENFADADO CON EL MUNDO

    Desde pequeño suelo fantasear mucho con ello: ¿cómo serían las cosas si yo no hubiese existido nunca?, ¿cómo sería el mundo?. Porque en mi mundo yo soy la pieza más importante, el único personaje imprescindible.

      Cuando eras un crío de ocho o diez años el mecanismo que te llevaba hasta la gran pregunta era bien simple. Bastaba que las cosas no te salieran como habías planeado y acto seguido agarrabas una buena pataleta de esas que te hacían sentir el más desgraciado y el más incomprendido. Entonces, de una forma sobrevenida, casi automática, tu mente se cerraba en banda y activaba el escudo antipersonas. Acto seguido te enfundabas la máscara de Darth Vader y desde el lado oscuro le declarabas la guerra al mundo, porque tú estabas enfadado con el mundo.

      Pero lo que me inquieta -más que preocuparme- son las secuelas que pudieron quedarme, las heridas que ya sólo me duelen cuando se acerca una de esas tormentas que vienen a descargar sus rayos y sus truenos justo en mi centro de gravedad.

      Cada vez que ahora, que ya eres todo un señor maduro, te empapas de problemas hasta mojarte por dentro, se siguen encendiendo en tu cabeza las mismas lucecitas rojas de alerta. Y no es que los sinsabores del presente te resulten mayores que los de entonces , pues igual de terrible puede ser, pongamos un ejemplo, un divorcio para un adulto, que las calabazas de María en el baile de fin de curso para un adolescente. Lo que te parece ahora un tanto pueril es que la reacción siga siendo la misma o parecida: te encierras en tu caparazón y fantaseas desde la autocompasión con la posibilidad de desaparecer de la faz de la tierra y que se las apañen sin ti.

      Evidentemente, no podría ser de otra manera, una de mis películas favoritas es el clásico de Capra “ It's a Wonderful Life” - “Qué bello es vivir“-. Por eso, en esos días en que me siento en el lado de los perdedores, me invade esa misma desesperación que experimenta George Bailey -James Stewart- que le lleva a plantearse el suicidio.

      Y lo piensas a veces, debe ser una reacción bastante normal que no debe preocuparte en exceso. Tienes que respetar la secuencia de tus mecanismos de defensa y está claro que para que se encienda la luz y suenen tus alarmas antes ha tenido que instalarse en tu cabeza esa inquietante desesperación. Aunque una cosa es lo que piensas y otra lo que terminas por hacer, afortunadamente.

      No se si me asiste un ángel de la guarda -aunque sea de segunda- como Clarence y con la misma ansiedad e incluso desesperación por conseguir sus alas, pero el caso es que siempre termino planteándome la sempiterna pregunta mientras seco mis ropas tras un nuevo fracaso: ¿cómo sería la vida sin mí?.     

    Entonces, mientras el vértigo de tus aciertos proyectados a la velocidad de tu mente mitiga tu dolor, mientras te lames las heridas imaginando la película de tu “no vida”, fuera, lejos del lado oscuro, alguien - aunque no sea toda la ciudad, aunque no sea todo el país, aunque no sea todo el planeta- está pensando en ti.