martes, 26 de noviembre de 2013

“He venido para decirte adiós”

Descubren el cadáver de un viejo solitario que llevaba varios meses muerto, porque aún permanecían los adornos navideños colgando en su ventana …

    

    En ese momento, justo antes de hablarte, a mi cabeza sólo me viene un lastre de palabras gastadas que adormecen mis labios y secuestran mi lengua.

- “He venido para decirte adiós”.

    Y me oigo y no me reconozco, pero se que tú así lo prefieres y en un gesto inesperado pellizcas mi cara e incluso pareces sonreírme. Después regresa inmediatamente ese brillo opaco en tus ojos y continuamos colgando los adornos del árbol.

    Al fin y al cabo yo sólo soy una intrusa que te ha cogido desprevenido y que ha trastocado ese estudiado desorden tuyo que tantos años te ha llevado construir: los libros esparcidos por la mesa dibujando con su rastro el discurrir de tu inquietud, los platos en el fregadero con restos de comida que delatan tu ansiedad, las arrugas de las sábanas y los pliegues de las mantas describiendo los paisajes de tu desazón … 

    He debido percibir todas esas señales de prohibido el paso nada más verte, o mejor dicho, nada más tener en mis manos aquella vieja fotografía que mamá guardaba tan celosamente, tendría que haberla roto en mil pedazos.

    Es curioso cómo me ha alegrado escucharme en tu hablar precipitado, mientras con tus mismos ojos grises me veo en tus pasos descompasados. Pero esa euforia ciega que se ha instalado en mí por palparme en tus manos, por reconocerme en tus rizos, por encontrarme en tu olor ha disfrazado por un instante la evidencia.

    Sabes, a veces, cuando me siento muy sola, cierro los ojos y los aprieto con todas mis fuerzas buscando mi primer recuerdo, hasta que por fin escucho una voz profunda de hombre que me tranquiliza y hasta me adormece, como el off de un documental de National Geographic. Siempre he fantaseado con esa imagen: mamá, yo dentro de mamá y tú susurrando palabras que me traían desde fuera la tranquilidad de tu protección.

    Ella no hablaba de ti y eso hizo que la intriga creciera de una manera exponencial a medida que iba cumpliendo años,  pues nunca dijo nada, ni bueno ni malo y mi animalito curioso se fue haciendo grande y cada vez más grande sin predador que lo devorara. 

    Yo tenía que apaciguar esa desmesura, esa ansiedad por tener noticias tuyas y  me fui inventando tu épica de artista incomprendido y en los recreos relataba a mis amigas tus hazañas por medio mundo, guitarra en mano y con voz profunda, cargado de canciones combativas.
Debí de haberme quedado con el traje de superhéroe que te inventé, con las aventuras que te iba dibujando noche tras noche en la oscuridad de mi cuarto.

    Quisiera haber detenido el tiempo justo en el momento  antes de verte, antes de hablarte, para permanecer por siempre borracha de adrenalina en lo más alto de mi nube; que no hubieras abierto la puerta, que ya no vivieras en esta casa, que ya no existieras. 

    Y después de tanto tiempo, cuando por fin la puerta se ha abierto, ha bastado un solo instante para devorarlo todo y me he visto a mí misma reflejada en un espejo cruel: más vieja, más cansada, pero más yo. 

    He pasado la tarde contigo. Primero me has enseñado tu casa, con su desorden que me es tan familiar. Después me has ofrecido café. Yo he asentido y te he mirado divertida mientras lavabas dos tazas rescatadas de la montonera del fregadero. Tras apartar unos libros, lo hemos tomado en la mesita del salón. Apenas hemos hablado, sólo observábamos emocionados el uno los gestos del otro. Entonces te has levantado y me has sugerido que colgáramos los adornos navideños en tu recién adquirido árbol.

- “He venido para decirte adiós”.

    Lo he soltado en mitad de un largo e incómodo silencio y mis palabras han sonado como un chasquido de piedras pulidas, como un crujido sordo que se elevara desde el lecho dormido de un río profundo y oscuro. 

    Tú me has pellizcado en la cara y has roto la tensión que atenazaba mi rostro. Después me has sonreído, te he sonreído, nos hemos sonreído como quien se mira al espejo y le reconforta reconocerse.  

    Me he subido en una pequeña escalera de peldaños y he colgado la estrella en lo más alto mientras tú hacías el ademán de sujetarme. Desde arriba te he mirado y por un instante he visto toda la soledad del mundo concentrada en tus ojos.

    Cuando me marchaba he vuelto la cabeza, tenía que verte de nuevo, para tener una imagen tuya con qué acabar tus aventuras. Estabas sentado en tu sillón, contemplando el árbol, mientras la estrella había encendido un haz, una chispa en tu mirada opaca.