miércoles, 15 de agosto de 2018

Life on Mars




Cuantas cosas del corazón
no he conseguido comprender
lo que no te convence a ti
es difícil de obedecer.
Cuántos sueños ya destruí
y volaron de entre mis manos
 si el futuro me deja ir
no pretendo vivir en vano.
Que no estamos solos, amor
hay un mundo esperándonos
infinito en el cielo azul
puede haber vida en Marte.
Entonces, ven, dame tu boca
tú ven, que quiero abrazarme a ti
si es la fuerza del sol
mi medida.  
Está bien, vivamos la vida
ya ven, si no me voy a encontrar
yo me quiero mudar
 para una life on Mars.

(Adaptación al castellano de una adaptación al portugués de la letra de la canción homónima de David Bowie)

                                                             Imagen de internet

viernes, 6 de octubre de 2017

Noches sin luna

N
o he reparado en esta luna plena y grávida, hasta que he visto dibujada en el suelo mi silueta: una sombra cansada de movimientos torpes e irreconocibles que se arrastra a mis pies. Pienso, que no me representa para nada esa luminaria con su rotundidad y su resplandor anular, que mi ánimo y mi ánima andan hoy por otra fase lunar.

Recuerdo con todo lujo de detalles un grabado cuya observación llenó mis tardes muertas en aquella oficina del Tercio de Armada donde cumplía con mis guardias, como no, de escribiente, durante mi servicio militar. Se trataba de un dibujo que hizo Galileo de las diversas fases lunares vistas a través del catalejo, aquel instrumento recién descubierto que abrió su mirada y su mente al espacio, y que plasmó en un breve e inteso tratado llamado  “Sidereus Nuncius”. Allí dejó constancia de uno de esos momentos que atraviesa la luna en su ciclo relacional con el sol y la tierra: el interlunium o entre lunas, y que corresponde al tiempo que transcurre desde el final del cuarto menguante hasta el comienzo de la luna nueva. Es en realidad una luna apagada o no reflejada por la luz solar a nuestra vista en la tierra. Entonces, con el permiso de Galileo, yo rebauticé aquella fase como la “no luna”, comenzando aquí una costumbre muy mía de definiciones negativas o de negación de los términos. Aquella “no luna” me pareció perfecta para mis noches sin luna.



Y es que siempre fui un niño –como diría Samuel Beckett- con escaso talento para la felicidad. Además, tengo la novelera convicción de que nunca he dejado de ser ese crío incomprendido que va por el camino tarareando su improvisada canción, inventando otros mundos ajenos a la realidad. Y así fui creciendo, abriéndome paso en mi mundo paralelo, engordando mi ego de artista incomprendido, a pesar de las vicisitudes y de las incomprensiones de un pueblo cerrado y perdido en las profundidades de la Andalucía de los setenta y del trabajo impuesto a modo de castigo por un padre que así entendía que se terminarían por curtir en la vida sus hijos, que en ese tiempo sólo pensaban en jugar y en soñar, siempre soñar.

   
Desde muy temprana edad solía ocultarme en el rincón más escondido de casa para que nadie me viera, mirando unas veces a la nada y arañando,  las más, sombras por las esquinas. Incluso con los años llevé más lejos mis rituales, y en la universidad, tras el enésimo desengaño amoroso, estuve recluido en mi cuarto durante todo un invierno. Así fue como una noche, mientras que aquella soledad rotunda en la que andaba envuelto alcanzó su pico más conmovedor, descubrí el flamenco. Mi compañero de piso había tomado prestadas unas casetes sin el consentimiento de su hermano mayor, que contenían una copia del disco doble “Una historia del cante flamenco por Manolo Caracol”. La audición de aquella grabación me sumió en un éxtasi de sensaciones contradictorio. Sin saber por qué razón aquel canto roto por la quejumbre como un llanto terrible, me produjo, primero inquietud, para desembocar después en el desasosiego más terrible. Sus letras llenas de amores desesperados y no correspondidos me martillearon la cabeza hasta casi provocar la metástasis en mi ánimo ya desahuciado, mientras que mis días discurrían encorsetados en un minucioso ejercicio  contemplativo. Escondido bajo una pesada manta de nostalgia escuchaba en la lejanía el sonido de los besos huidos. Buscaba en vano entre los márgenes de los libros, en las palabras nunca dichas o en la lluvia de mis ojos, para no encontrar más que el vacío de mi estómago, como si una enorme mantis religiosa hubiera devorado de una dentellada seca y certera las hormigas que husmeaban por el cráter rebosante de mi ansia. Ni siquiera el pasarme las noches escarbando para sacar del agujero las pequeñas larvas silentes lograba devolverme la calma. Y me levantaba y me flagelaba escribiendo durante las horas que aún quedaba hasta el amanecer. Anduve en la oscuridad absoluta, sin absorber la luz necesaria que nimbara mi áurea y me alumbrara por aquella estrecha vereda. Ayunaba un día sí y otro también para purgarme del continuo onanismo al que me había abandonado, aprendiendo a escuchar el ritmo sincopado de mi corazón, para saber qué exigirle en cada tiempo y en cada momento.

La definición de aquel ejercicio de psicoanálisis la encontré años después, cuando ya había agotado todas las prórrogas posibles, junto con la paciencia de mis padres, y di con mis huesos en el cuartel de la Infantería de Marina de San Fernando, donde observaba hasta el hastío, un día sí y otro también, aquel dibujo de Galileo, aquel Interlunium que le dio título a mi canción de noches sin luna:

…Entre lunas no hay ni roces ni tactos
solo hay espesura en la oscuridad
y los besos son escalofríos de vértigo
hasta que una luna nueva nos devuelva el mar…


martes, 5 de septiembre de 2017

Auri o su reflejo

E
l espejo del tocador es para Auri un instrumento de lectura. No en vano, suele pasarse las tardes enteras ensimismada en su reflejo. Lleva el recordatorio de todas las efemérides de su vida en el diario acuoso de ese lago salobre, ramificado de ovas radicosas y tubulares por las mañanas, pero que en las siestas se vuelve diáfano y cristalino, pleno de nenúfares y plantas exóticas que colorean sus mejillas. De ahí que nunca se mire en él al levantarse, que lo huya como  un animal despavorido.

Ante él revive su historia, unas veces escrita con caligrafía apresurada, como si los acontecimientos se vieran sorprendidos por la urgencia de su propia inmediatez, y le dejaran el asombro en sus ojos color fondo de mar y el gesto huidizo en la mirada de pez abisal. Sin embargo, las más de las veces,  el tiempo ha ejercido un dictado ralentizado que se estira en las pausas hasta la desesperación, provocando una letra gruesa y rococó de firmes y amanerados garabatos, que con los años terminará por conformar las arrugas impresas de su cara.


         Ha cumplido los cuarenta el pasado veintiocho de abril, pero  aún tiene en sus sonrojadas mejillas ese aire virginal que le da el pudor de saberse la chica más bella en la verbena de agosto. Vuelve entonces el cuello hacia un lado, mientras con el rabillo del ojo observa en el espejo su nuca desnuda de alhajas y despejada del bosque negro y rizado de su cabellera. Se sonríe después maliciosamente durante unos instantes de pavoneo desvergonzado, para al fin terminar por sacudirse el rubor con el golpeo de su melena ensortijada.

Normalmente se despierta sobre las siete y media, hora en la que Jose se levanta para ir al trabajo, pero casi de manera inmediata cae en el suave duermevela que le impide recordar si su marido le dio un beso de despedida. Sobre las diez menos cuarto abre la persiana y permanece unos minutos más echada en la cama, sacudiéndose la incredulidad de estar ante el vacío cotidiano que habrá de llenar con la misma rutina hacendosa de ayer y de anteayer. Así pasa la mañana, en esos menesteres que le excusan de pensar en sí misma, flagelando su propia estima contra la aspiradora y los pucheros, para terminar maldiciendo aquel día de Santiago Apóstol en el que dio su consentimiento a esa anulación de sí misma; a la negación de su alma que el espejo le devuelve en una silueta grotesca, en un reflejo de belleza triste y madura que nadie ve, presa en el abismo verde de sus ojos, enredada y oculta entre la maleza de su pelo enmarañado.
¿Cómo podría ella haber imaginado que terminaría casándose con aquel niño tímido con gafas de culo de vaso que la rondaba a los once años y que le escribía versillos ripiosos?... Nadie ha vuelto jamás a dedicarle un poema, y no ya a enviarle una carta o unas pocas letras de agradecimiento. Porque en verdad, nadie puede imaginar que, en algún lugar de su interior, sea tan fuerte el anhelo que siente por aquellos cuartetos mal rimados. Hasta su marido ignora su deseo inconfesable, e incluso  puede además que haya desechado la posibilidad de volverle a escribir ni una ínfima dedicatoria junto con un regalo de cumpleaños o de aniversario.
Hoy le ha resultado más duro ponerse en pie, porque otra vez se ha pasado la noche peleando en la asfixia recurrente de esa pesadilla que no le deja dormir. Está en el paritorio rodeada de médicos y enfermeras que cuchichean escandalizados alrededor de ella. Josito le tiene la mano cogida, pero está muy callado y serio, no le responde a pesar de su insistencia. Quiere ver a su hijo, que le diga dónde está. Pero no le contesta, está como idiotizado, en el más absoluto y ridículo paroxismo. Tampoco lo hace una matrona enorme con ojos redondos y saltones que la mira con toda la conmiseración del mundo. Entonces alguien que se parece a su ginecólogo le dice que ha tenido un hermoso salmón de tres kilos trescientos, que no se preocupe y que necesitan que firme un consentimiento para que le sean extirpados sus órganos reproductores por el bien de la ciencia.

La voz se le ahoga como si todos los desechos placentarios de todas las mujeres del mundo le tapasen la boca para que Jose no pueda oírla y la despierte de una vez por todas. Cuando al fin ha conseguido abrir los ojos, estaba empapada en sudor y se sentía reconfortada por la certeza de su propio olor corporal, tan fuerte, tan rotundo, tan real. Ha mirado el reloj de la mesilla y ha resoplado al ver que aún no eran las cinco y a su lado su marido roncaba profusamente emitiendo los estertores y cavernosos bufidos de su sinfonía -sibilante en la aspiración y gutural al expeler el aire-.

Se ha levantado para ir al baño y ha permanecido sentada en la taza durante largo rato, atada a ella por una alarmante vigilia de actos coherentes, que incluso le ha asustado. Ha pensado que lo mejor sería echar un cigarro mientras le regresa el riego sanguíneo a su cabeza y las fuerzas a sus piernas. Ha recordado que siempre guarda un par de pitillos y un mechero en el cajón de las toallas y los ha buscado sin incorporarse. “Aurora, tú estás mal. Pero que muy mal” se ha dicho mientras encendía el fortuna. Y dándole una calada enérgica se ha sumergido en el humo con ensimismada dedicación.

Había llegado el momento de tomar una determinación y esto le hacía sentir un cosquilleo novedoso e infantil. El planteárselo a Jose no debería suponer ningún contratiempo. Pero esperaría a la noche para abordarlo de manera reposada y tranquila. Así que le ha dado una chupada intensa al pitillo y lo ha arrojado a la taza del inodoro.

Cuando se disponía a salir del cuarto de baño, se ha topado con su propia mirada en el espejo, veteando unos reflejos esmeraldas desde el otro lado que le han hecho parpadear de manera nerviosa. Después se ha vuelto a la cama donde su marido ya no emitía esos ruidos insoportables. Tan sólo respiraba con la intensidad misma de la noche más oscura, y lo hacía con tal abundancia, como si así se lograse dormir más deprisa y con ello consiguiera descansar doblemente. Ella ya no ha logrado conciliar el sueño y ha decidido permanecer en la cama boca arriba, mirando a nada, esperando la hora en que sonara el despertador: las siete y treinta y dos minutos justas. Pero no se ha despertado hasta que no ha oído como Jose daba la última vuelta en la llave al cerrar la puerta, aunque enseguida se ha vuelto a quedar dormida hasta el mediodía.

Aurora prepara la comida con una meticulosidad casi quirúrgica. Cada paso de una receta ella lo interpreta como un rito inalterable de la ceremonia culinaria y su pulcritud en el tratamiento de los condimentos y en el corte de carnes y pescados es tal, que si alguien entrara en la cocina, sentiría un recogimiento semejante al que se respira en un templo durante la liturgia. Así, cuando Josito vuelve sobre las tres, nada más abrir la puerta, sufre un vahído provocado por los aromas de los guisos y el hervor de los pucheros, ya que el éxtasis que su pituitaria experimenta es tal, que se le descompensan los jugos gástricos. Sin embargo, para Auri la cocina es el ineludible castigo que ha de sufrir diariamente por no haberse buscado aún un trabajo que la aleje definitivamente del bullir sofocante de las ollas y el olor a cebolla impregnándole la ropa, la piel. Hasta prefiere pasarse un día entero cocinando antes de tener que hacerlo durante el fin de semana, por lo que los viernes suele dedicarlos por completo a la singular tortura de la espumadera y el delantal.

Como hoy se levantó tarde, ha echado mano de las eficaces recetas de pastas de su cuaderno rojo, que suele sacarla de más de un apuro. Así que dio un baldeo a las cuatro macetas que tiene en la terraza, arregló un poco el salón, fregó el cuarto de baño y se ha despachado después con unos espaguetis con carne picada de ternera a los tres quesos.

Hoy Josito se adelantó en su llegada un cuarto de hora, por lo que antes de comer se sentó en el ordenador a repasar el correo. Después, ha apagado el ordenador y se ha dirigido hacia la cocina, lugar donde suelen hacer las comidas al no ser que tengan invitados, ya que entonces lo hacen en el salón. Se ha sentado delante del plato, lo ha probado y ha sonreido a Auri, celebrando la sabrosa mezcla de queso gorgonzola, mozzarella y parmesano que cubría los espaguetis como una lava volcánica. Después de hechos los honores, se ha quedado como absorto en el chasquido de su mandíbula al masticar, o quizás narcotizado por los efluvios de ese magma de pasta y queso que tanto celebra, pero que siempre devora sin apenas saborear, con el consiguiente enfado de su mujer.

– ¡ No sé para qué me rompo la cabeza pensando en qué hacer de comer! Si total, tú nunca lo sabrás valorar.
– Tengo hambre y sabes que cuando tengo hambre, devoro. Es así de simple, no tienes por qué enfadarte.
– Una cosa es el hambre y otra la consideración y el respeto por la cocinera.

En este momento de la conversación, Jose suele callarse para evitar un farragoso y molesto cuerpo a cuerpo con Auri, quien siempre continúa su letanía durante unos instantes, hasta que por fin considera que se ha desahogado lo suficiente. A todo esto, ya ha terminado de comer, así que recoge sus platos, los mete en el lavavajillas y prepara el café, mientras Auri aún anda con el postre.

Es un ritual que repiten de manera invariable todas las sobremesas y eso a ella le produce cierta incomodidad, sobre todo porque casi nunca su marido permanece sentado en la mesa mientras ella aún no ha terminado, aunque sólo lo haga para poder contarle las trivialidades que ese día hubiesen ocurrido en la oficina. Por el contrario, se marcha hasta el salón y se tumba en el sofá para dormitar con las noticias de la tele durante los cinco minutos exactos que tarda en despertarle el aroma del café recién hecho.

Pero hoy ella estaba dispuesta a romper su feliz rutina, a estropearle la seguridad que le da saberse el dueño de ese momento y de ese tiempo, porque lo dice la máxima jurídica, que la costumbre es derecho, y justo después que Jose se ha secado las manos, tras haber dejado en el fuego mediano la cafetera, le atacó con una de esas preguntas que a él le hacen arquear las cejas.

– ¿Cuándo te puedes coger una mañana libre esta semana?
Jose ha permanecido inmóvil, aguantando a duras penas el rictus de las cejas. Ha respirado profundamente y ha contestado con otra pregunta.

– ¿Cuándo te interesa a ti que lo haga?
– El jueves, el jueves es el día perfecto.

Aurora no le ha dejado pensar, como si el darle tiempo supusiera una ventaja que no le podía permitir, por lo que de esta manera ha logrado entorpecer el baile inquieto que sus cejas habían comenzado: arriba y abajo. Después, ha permanecido a la expectativa mirando a su marido con un gesto de chulería no exento de cierta petulancia y que le hace achinar sus ojos hasta transformarlos en dos finas rayas verdes.

- Pues veré qué puedo hacer…
– ¡Cómo que veré qué puedo hacer!, ¡tienes que librar el jueves por la mañana!
– ¿Pero qué es eso tan urgente que te traes entre manos?
– He concertado una cita en la Clínica de fertilidad para las diez de la mañana.
– ¿Y por qué no has empezado por ahí en vez de montarme el numerito? De todas maneras, gracias por contar conmigo para tomar decisiones.
– Sabes perfectamente que sobre este tema hemos hablado millones de veces y creía que eso ya lo teníamos discutido y estábamos de acuerdo, ¿no?
Aurora no soporta las amnesias repentinas que suele sufrir su marido, por lo que su tono de voz se vuelve más violento.
– La última vez que hablamos sobre ello me dijiste que fuera mirando el tema y lo he hecho. Además, tú mismo sugeriste que debíamos tener en cuenta la posibilidad de buscar ayuda facultativa.
– Está bien, está bien… ¡llevas toda la razón del mundo ¡ perdóname. El jueves… sí, perfecto.


El bullir de la cafetera lo ha devuelto a sus menesteres y con mucho mimo sirve dos cafés cortados en la mesa de la cocina, mientras Auri hace un intento de tirar a la basura, junto a las sobras de su plato, aquel poso de amargor que su marido había logrado reavivar en su estómago. Cuando termina de empujar con el tenedor el último resto y se vuelve hacia Jose, éste ya la espera sentado en la mesa con la misma sonrisa de idiota que ella tanto suele celebrar, aunque ésta vez no le surtió efecto.

viernes, 21 de julio de 2017

Gloria o manicomio



U
n día, quizá provocado por un ataque de sinceridad bañado con incontables palomitas de anís del Mono, Borges confesó en la barra de un bar haber cometido el peor de los pecados que un hombre puede cometer, que no es otro que el no haber sido feliz. En verdad, el escritor argentino nunca necesitó del alcohol para deleitar al personal con sus sesudas y trascendentales citas, pero me hubiera jugado con él un plato de ravioles o risotto, hasta uno de esos dulces de leche que tanto le gustaban, que de haber escuchado en ese momento el Gloria o manicomio del Osombroso y sonriente folk de las badlands, la frase hubiera sido más cantinera pero igual de lapidaria, aunque seguro habría dulcificado el acento porteño con una poquitilla de mala follá
La banda en acción

No sé si Antonio Travé Mesa, “Oso de Benalúa” e Isaac Fernández Cruz, transformados por obra y gracia de los lápices de el Ciento en Clint Eastwood y su amigo Buddy Van Horn, estarán de acuerdo conmigo, pero andando como anda la pocilga de mierda hasta las asas, me sobra toda la erudición de Borges y me basta una sola estrofa de Isaac para incendiar mi ánimo como si cada palabra fuera un buche de bourbon.

Esta “especie de ópera western”, como ellos mismos se encargan de bautizar, al igual que El genuino mambo de secano –recopilatorio de sus anteriores trabajos- comienza con aires de Morricone, pero sin pretensiones ni ínfulas, como si  el espíritu del bueno de Bud Spencer sobrevolara Bejarín haciendo looping entre los álamos al son de la mandolina de Francisco Molina.

Con el segundo tema de esta cara A (La astrofísica y el hojalatero) empujamos las puertas batientes del saloon atraídos por la alegre melodía del piano de Raúl Bernal, nuevo en esta revuelta agrorradical, en la que se apoya una original historia de amores imposibles y explosivos.

Como en una de esas pelis que Sergio Leone rodada por estas tierras baldías, muy cerca de Benalúa, ahora es cuando todos en la barra levantan sus jetas del vaso de güisqui y se encaran con el forastero,  quien ni corto ni perezoso, dispara su visión de la vida inspirada en las novelas de Kurt Vonnegut y alguna que otra cita de Ralph Waldo Emerson. Y es que los de las badlands, pájaros viejos y avezados en el desconcierto musical granadino, han elegido atravesar el desierto con sus aires de frontera  en  ristre, a pique de caer  en barrena plana por esas ramblas y barrancos del demonio, para terminar muriendo con las guitarras puestas –sin remisión, gloria o manicomio-. Porque elegir adrede el camino más largo, no se hace por masoquismo ni por postureo. Se milita en el lado de los tarados y los visionarios por pura convicción moral, aunque “¡qué siete patas pa un banco!” si te dejas llevar por el Osombroso, donde pacen, además de los ya mencionados forajidos, Daniel Gominsky, dueño y señor de los pulsos y pálpitos de la banda con su bajo entre las manos y  Antonio Pelomono, quien completa el sexteto con el golpe percutor y certero de su batería y demás cachivaches.

Y aquí estamos ya a mitad de película, celebrando un poquito de electricidad en los temas, que no lo encontrábamos en su debut -salvo la colaboración de Perico de Dios, quien vino a confirmar la regla con su excepcional pulsación en la guitarra-, ya que esta banda no ha venido al mundo para cavar, sino para disparar, ya sea  un calipso playero bien pertrechado de la sabiduría popular del refranero, o una impecable balada que pareciera provenir de un garito perdido de Tennessee.

Merece una mención especial el cuarto corte de la segunda cara (La fiebre del oro), donde asoman sin pudor las influencias de Neil Young, para terminar por confeccionar una impecable composición con aires de psicodelia, muy en la línea de Elemento Deserto, otro de los proyectos musicales, aunque en inglés, en el que también andan enrolados los dos Antonios, Travé y Pelomono. No en vano, otro elemento de los Deserto, Tony Molina, ha metido la guitarra eléctrica del tema en cuestión.

Al final, espoleados por el violín y el sonido de los huesos, terminamos en el establo bailando y coreando el estribillo de El hombre que se bebió su mula, al que no tardaremos en convertir en un hit, tal vez a la altura de Anís del mono, aunque estemos poseídos de manera irremediable por la mala follá.
Aquí el autor del presente texto, sesteando con este fenomenal disco.

 http://elosombrosoysonrientefolkdelasbadlandsprovisional.bandcamp.com/album/gloria-o-manicomio

sábado, 15 de abril de 2017

Perroscuro




Perroscuro




Como la señal de un mal augurio
que dibuja cuervos en mi cielo
creo distinguir todos los signos
que apuntan al raro del espejo.

Como un perro oscuro estoy ladrando
a la luna que inquieta mis noches
como un perro oscuro mordisqueo
los despojos que voy encontrando.

A ese tipo que duerme en mis ojos
que ha cambiado mis muebles de sitio
que vistió de negro mi diario
y quemó el color de mi ropero.

Como un perro oscuro estoy aullando
por las dentelladas recibidas
como un perro oscuro olisqueo
las señales que deja tu celo.


viernes, 15 de abril de 2016

Chelsea Hotel



    ¿Quién soy yo para juzgarte? La vida no es una cancioncilla pop con arreglos de ukelele. Es algo más abrupto y menos cursi. Yo la veo como un blues improvisado al que le vamos cambiando la letra a cada paso, según nos va inspirando con su compás contundente y descarnado. Es curioso pero, cuando alguna vez me viene a la memoria aquel tiempo que llenamos con olores de radio y de piel, ya no suenan en mi cabeza las canciones de Silvio Rodríguez, aunque confieso que todavía hoy perdura una leve señal en el lugar donde me hirieron sus versos con un dolor de mil agujas. Y así fue que, cuando el devenir del viaje nos trajo una cura de tiempo y amor, todo aquello en mi recuerdo se ha ido pareciendo más bien a una canción de Leonard Cohen,  tal vez de Janis Joplin, o quizás de los dos.

…I need you, I don't need you,
I need you, I don't need you…


    Llaman a la puerta y al abrirla ahí estás tú rezumando sudor e insolencia a partes iguales. Apenas tienes dieciséis años; yo he cumplido los dieciocho en mitad de una noche del penúltimo mes, como el héroe revolucionario de aquella canción de Silvio. Vienes de desandar el camino de las calles desnudas de la siesta buscando las sombras de la periferia, pero te has tropezado con mis ojos ausentes. Estamos a primeros de junio del año 84. Es el verano inmisericorde de nuestra dulce trampa, el verano que pasaremos atrincherados en un alboroto de sábanas y risas. Nos queda entonces demasiado por venir, demasiado por esperar. 

    Yo soy estudiadamente misterioso y melancólico; tú eres despreocupadamente tú, pero ni siquiera el tiempo desconchará la cal blanca y limpia, la frescura de los primeros encuentros. Le has dicho a tu madre que pasarías la noche en casa de una amiga y, mientras atravesabas Córdoba, tenías la extraña sensación de que en unos segundos las calles habrían de desvanecerse en humo blanco para dejarte tan sólo un mortero de cemento en el recuerdo. Sin embargo, son esas calles desnudas de la siesta y no las alegres del mediodía, o las refrescantes de luna llena, las que te duelen y las que amas. Piensas que Dios, para complacerte, debería derramar sobre ellas una lluvia de barniz transparente que las duerma.

…And that was called love for the workers in song…

    Después de veinte minutos andando por toda la ciudad has llegado hasta estos bloques del extrarradio: Explanada del Arcángel nº 1, 3º B. No hay ascensor ni portero automático. Has subido la escalera y has pulsado el timbre en dos toques cortos, casi sin intervalo entre ambos. Apenas tu pecho ha esbozado un mohín convulsivo, cuando te he abierto la puerta. Nos saludamos con un beso nervioso y te muestro el camino de mi cuarto. Allí, el brillo oscuro de mis ojos delata mi impaciencia. Tú me sonríes y me besas en la boca con miles de temblores minúsculos que apenas puedo percibir. Miras entonces a tu alrededor para toparte con las horribles cenefas en tonos verdes del papel pintado, con el despertador rojo de la mesilla de noche que con el tiempo tanto llegarás a odiar y la ventana tapada con una toalla de baño también roja, con un gran ancla azul dibujado en el centro y que viste la habitación con una  penumbra cobriza.

    Hay también un viejo y maltratado aparato de radio sobre la mesa de estudio en el que suena al azar una emisora. Tú comienzas a desnudarte mientras yo te miro con niebla en los ojos; primero la blusa blanca, después la larga y amplia falda de flores. Al llegar al sujetador te traicionan los nervios y te muerdes la lengua mientras te desesperas por el contratiempo que te ha ocasionado la impericia. En realidad, no es que no puedas con el sujetador, sino con esa niebla que no para de mirarte.

    Yo ya estoy desnudo. Tú miras la palidez de mi cuerpo que se acentúa en el torso y en mi sexo y yo te sonrío con ojos grandes y pestañas largas desde detrás de la niebla de mi alma. Enseguida te beso en la frente y sientes mi vientre velludo y redondo como el de un oso pequeño. Mis manos te liberan del sujetador y devoran las braguitas de lunares hasta hacerlas desaparecer debajo de la cama. Sin demorarnos, me empujas dentro de ti… Después, caeremos en algo parecido a un sueño leve y remoto. Para cuando despiertes ya será de noche y en la radio se empeñará en sonar ese ruido de fondo.

…probably still is for those of them left…


    Tú te levantas e intentas abrir la ventana, pero la persiana está estropeada, aunque por las rendijas puedes ver la calle oscura atravesada por el ritmo de nuestros cuerpos etéreos. Te vuelves a la cama y con un beso le pones el punto a la interrogación de mi oreja. Empiezas a sentir hambre, pero me miras y se te hace imposible abandonar la cama sin mí, que continúo durmiendo sin saberte despierta. Y piensas, aunque te sonará a algo muchas veces repetido,  que serías capaz de observar inmóvil durante años cómo el sueño me acaricia la piel.

    Hay ahí una alegría más nueva aún que nosotros dos y tus miradas no dejan de besarme y dos lágrimas, y luego tres, y cuatro, y siete te recorren los pómulos hacia la barbilla y desde tu cara me saludan con risa. Siembras con otro beso un “hasta ahora” en mi nuca y te deslizas sin ruido fuera de la cama. Piensas en que lo nuestro no es la sincronía, pero  la niña mala de los dedos vertiginosos atacará mi sueño en otra ocasión y entonces no habrá melodía que no vaya a surgir de mi garganta provocada por una larga caricia de fuego. Y cuando arda en llamas, cuando parezca morirme en la espera, será el momento en el que al fin permitas que me derrame entre tus manos.

    Pero el tiempo se te pasará viendo mi alma volar sola, a lo lejos, alta, muy alta, tan remota y olvidada siempre. Porque yo seguiré siendo un aturdido y eterno adolescente viviendo ajeno a los sonidos del mundo, siempre actuando al dictado de una voz interior oscura y cavernosa. Y un buen día no muy lejano te levantarás de esta cama revuelta, de esta isla del demonio en la que se habrá convertido este cuarto y te marcharás antes de que termine por poseerte a ti también.

    Atrás quedarán tus latidos ansiosos y  mi persistencia enfermiza, desesperada. Cogerás miedo a mis ojos y a mi voz. Te esconderás de mí a duras penas en los mismos lugares donde solíamos coincidir y que ya nunca frecuentamos, tras los mismos conocidos que un día nos presentaron y con los que ya nunca quedamos, porque habremos olvidado sus rostros y sus nombres.

    Y por fin llegará la hora en que ya no escuches la música que sale de mi estómago y dejes de tararear mi canción por los pasillos, por los cafés, porque ya no la recuerdes, porque la hayas olvidado.

…Ah but you got away, didn’t you babe,
You just turned your back on the crowd…


    Pasarán años sin volver a vernos. La primera vez que nos encontremos será en 1.988, un par de veces; mucha frialdad y poco por decirnos. Otra ocasión en el 93, durante un concierto da igual de quién; quedaremos en llamarnos para tomarnos algo y charlar, pero nunca lo haremos. La última será en Granada, en las navidades del 2.000; me presentarás a tu novio diez años más joven que tú y por fin te volveré a hacer reír.

    Tal vez nunca nos volvamos a ver y ya no habrá ni miedos por tu parte, ni reproches por la mía, porque… ¿quién soy yo para juzgarte? Y cuando me venga a la memoria nuestro saco de olores de radio y  de piel recordaré una vieja canción de Leonard Cohen que no habré escuchado hasta muchos años después. Y volveré a verte en la cama deshecha de aquella habitación, hablándome con tanto valor y dulzura a la vez que me derramas entre tus labios, justo antes de que te vayas dándole la espalda al mundo, porque cuando lo hagas ni una vez te oiré decir:

    …I need you, I don't need you,
I need you, I don't need you …

    Y  me vendrás con que prefieres a los hombres guapos, aunque conmigo harás una excepción, mientras aprietas tu puño de  pura rabia por esta infame dictadura de la belleza. Pero entonces te arreglarás un poco y me dirás: “somos feos, pero tenemos la belleza de la  música”.