N
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o he
reparado en esta luna plena y grávida, hasta que he visto dibujada en el suelo
mi silueta: una sombra cansada de movimientos torpes e irreconocibles que se
arrastra a mis pies. Pienso, que no me representa para nada esa luminaria con
su rotundidad y su resplandor anular, que mi ánimo y mi ánima andan hoy por
otra fase lunar.
Recuerdo con todo lujo de detalles un grabado cuya observación
llenó mis tardes muertas en aquella oficina del Tercio de Armada donde cumplía
con mis guardias, como no, de escribiente, durante mi servicio militar. Se
trataba de un dibujo que hizo Galileo de las diversas fases lunares vistas a través
del catalejo, aquel instrumento recién descubierto que abrió su mirada y su mente
al espacio, y que plasmó en un breve e inteso tratado llamado “Sidereus
Nuncius”. Allí dejó constancia de uno de esos momentos que atraviesa la
luna en su ciclo relacional con el sol y la tierra: el interlunium o entre lunas, y que corresponde al tiempo que
transcurre desde el final del cuarto menguante hasta el comienzo de la luna
nueva. Es en realidad una luna apagada o no reflejada por la luz solar a
nuestra vista en la tierra. Entonces, con el permiso de Galileo, yo rebauticé
aquella fase como la “no luna”, comenzando aquí una costumbre muy mía de
definiciones negativas o de negación de los términos. Aquella “no luna” me
pareció perfecta para mis noches sin luna.
Y es que siempre fui un niño –como diría Samuel Beckett-
con escaso talento para la felicidad. Además, tengo la novelera convicción de
que nunca he dejado de ser ese crío
incomprendido que va por el camino tarareando su improvisada canción,
inventando otros mundos ajenos a la realidad. Y así fui creciendo, abriéndome
paso en mi mundo paralelo, engordando mi ego de artista incomprendido, a pesar
de las vicisitudes y de las incomprensiones de un pueblo cerrado y perdido en
las profundidades de la Andalucía de los setenta y del trabajo impuesto a modo
de castigo por un padre que así entendía que se terminarían por curtir en la
vida sus hijos, que en ese tiempo sólo pensaban en jugar y en soñar, siempre
soñar.
Desde muy temprana edad solía ocultarme en el rincón más
escondido de casa para que nadie me viera, mirando unas veces a la nada y
arañando, las más, sombras por las
esquinas. Incluso con los años llevé más lejos mis rituales, y en la
universidad, tras el enésimo desengaño amoroso, estuve recluido en mi cuarto
durante todo un invierno. Así fue como una noche, mientras que aquella soledad
rotunda en la que andaba envuelto alcanzó su pico más conmovedor, descubrí el
flamenco. Mi compañero de piso había tomado prestadas unas casetes sin el
consentimiento de su hermano mayor, que contenían una copia del disco doble
“Una historia del cante flamenco por Manolo Caracol”. La audición de aquella
grabación me sumió en un éxtasi de sensaciones contradictorio. Sin saber por
qué razón aquel canto roto por la quejumbre como un llanto terrible, me produjo,
primero inquietud, para desembocar después en el desasosiego más terrible. Sus
letras llenas de amores desesperados y no correspondidos me martillearon la
cabeza hasta casi provocar la metástasis en mi ánimo ya desahuciado, mientras
que mis días discurrían encorsetados en un minucioso ejercicio contemplativo. Escondido bajo una pesada
manta de nostalgia escuchaba en la lejanía el sonido de los besos huidos.
Buscaba en vano entre los márgenes de los libros, en las palabras nunca dichas
o en la lluvia de mis ojos, para no encontrar más que el vacío de mi estómago,
como si una enorme mantis religiosa hubiera devorado de una dentellada seca y
certera las hormigas que husmeaban por el cráter rebosante de mi ansia. Ni
siquiera el pasarme las noches escarbando para sacar del agujero las pequeñas
larvas silentes lograba devolverme la calma. Y me levantaba y me flagelaba
escribiendo durante las horas que aún quedaba hasta el amanecer. Anduve en la
oscuridad absoluta, sin absorber la luz necesaria que nimbara mi áurea y me
alumbrara por aquella estrecha vereda. Ayunaba un día sí y otro también para
purgarme del continuo onanismo al que me había abandonado, aprendiendo a
escuchar el ritmo sincopado de mi corazón, para saber qué exigirle en cada
tiempo y en cada momento.
La
definición de aquel ejercicio de psicoanálisis la encontré años después,
cuando ya había agotado todas las prórrogas posibles, junto con la paciencia de
mis padres, y di con mis huesos en el cuartel de la Infantería de Marina de San
Fernando, donde observaba hasta el hastío, un día sí y otro también, aquel
dibujo de Galileo, aquel Interlunium
que le dio título a mi canción de noches sin luna:
…Entre lunas no hay ni roces ni tactos
solo hay espesura en la oscuridad
y los besos son escalofríos de vértigo
hasta que una luna nueva nos devuelva el mar…