jueves, 6 de agosto de 2015

Interlunium

    Ahí estábamos tú y yo, rotundos y quietos en mitad de la devastación. Comprendiendo que por fin había llegado la hora ineludible que amordaza el miedo y desata el ansia en los valientes. Se había cumplido la vieja profecía encontrada en el diario que Francisco el Hombre escribió en su exilio de la Estación Luna V: “… en poco más de una semana la tierra parirá tres veces: primero la burbuja donde ahora vivimos, después escupirá de sus entrañas una tormenta de pena que sembrará los pagos de diminutas canicas negras y al décimo día un torrente bilioso manchará un rincón del universo …”.

    Siempre renegamos de formar parte de esta hermandad de atolondrados colonos que  había ocupado con su equilibrado desorden y soterrada planificación  los que antaño fueron idílicos valles de mies y agua. No nos resignamos a seguir muriendo entre  esos bichos de piel amarillenta con ojos confundidos y pupilas desoladas, que solían tener siempre los oídos  taponados salvo en  época de celo. Esos seres de ideas plomizas y entrañas opacas; heces pétreas y accidentales meadas. Preferimos pecar de vanidad a caer en tan baja condición, aunque quizás sólo lo hacíamos por defendernos de la epidemia de mediocridad que asoló la tierra de nuestros antepasados, quienes habían llegado hasta allí desde el norte cargados de suave pobreza y amarga sabiduría. Queríamos intentar el dibujo de nosotros mismos, aprender la desesperante mesura que impregna los talleres de platería y aislarnos más si cabe de la historia de un hombre al que nuestros más hondos principios impedían reconocer.

    Decidimos pasar el verano bajo aquel sol enfermo, contemplando mutuamente nuestros pensamientos, empapados en sudor, echados a la sombra de la dejadez, pero resguardados pulcramente bajo el último árbol. Después nos sorprendió el otoño con un viento ácido a la vez que nos  suspendimos en un vuelo de  besos agónicos. Entonces fue cuando corrimos a escondernos dentro de la burbuja y allí permanecimos extasiados por el color de las hojas quemadas, mientras discutíamos  sobre remedios post elípticos y perífrasis cósmicas en mitad de la calma chicha que precede a la ingravidez depresiva.

     Era evidente que los dos estábamos allí por motivos parecidos, que buscamos aunque no encontramos a Dios en mitad de aquel holograma con perfil saurio y mirada radioactiva. Me hablaste sin nostalgia alguna de que te gustaba el ruido de los coches, porque su rugido de estómago enfurecido, de bóveda donde salpican  miles de pasos aturdidos,  te permitía  pasar desapercibida mientras cantabas a voz limpia por las calles. Pero que ya no quedaba más accidente que el de nuestras voces, ni más precipicio que el de asomarte a mis ojos, ni más espesura que la que verdea en tu vientre. Que dentro de la burbuja  ya sólo existe una canción desnuda y sublime con  un ritmo lluvioso capaz de adelantar las estaciones  y una melodía mojada en jadeos que no te recuerda a nada ni a nadie. Y empezaste a cantar y oía tu voz desde dentro hacia mi cuerpo, golpeando con su canto perverso en el centro, multiplicada en mil órdenes, amplificada … si las ratas no chillaban. Era lo poco que quedaba después del frío infame que apuntaló el invierno en nuestras sienes.

    Llevábamos dos horas enjugados en un baile manido de roces cuando inesperadamente el día se sucedió varios cientos de veces dejándonos ateridos de orfandad y balbuceando sinsentidos. La noche se fue disipando junto con las caricias y en un último e impostado gesto de entereza, embriagados por el valor, nos miramos a los ojos como si nos bebiéramos la luna. Pero no una luna cualquiera, sino una luna  cierta y rebosante en su redondez, como  salida de aquellos grabados del “Sidereus Nuncius” de Galileo.
    Fuimos en el último instante dos insomnes convictos en noches sin luna, grises y consumidos como un cigarrillo cumpliendo su destierro en el cenicero, porque entre lunas ya no hay roces ni tactos, sólo hay espesura en la oscuridad. Y tus besos … tus besos son escalofríos de vértigo hasta que una luna nueva nos devuelva el mar.