domingo, 14 de noviembre de 2010

¿Porqué no vinisteis al concierto de Durutti?

Ni siquiera puedo aventurarme a asegurar el año, pero debió ser en junio de 1.983. Durrutti ya era la banda de Vini Reilly, cuya guitarra había marcado a golpe de delay y armónicos la seña de identidad del grupo. Pero ninguno de vosotros estabais allí para comprobarlo conmigo. ¿Por qué no vinisteis?, ¿qué escusa me dísteis?. Ya no lo recuerdo, pues mis hormigas han debido devorar los microsurcos del cerebro que almacenaban esa información.

    Claro que no siempre caminamos por el mismo lado de la calle y no siempre sentimos el vértigo de la novedad por los mismos amores, por los mismos libros o por los mismos discos. Por algo así debió ser que aquella noche de mediados de junio me puse mis mejores galas y me encaminé decidido desde los Solares de San Rafael -formados por tres o cuatro bloques de edificios del desarrollismo de los setenta al lado del cementerio- hasta el teatro al aire libre de la Axarquía. Atravesé Córdoba quizás con la esperanza incierta de toparme con alguno de vosotros camino del concierto, mirando por ello a cada paso las caras que me iba cruzando, pero definitivamente iba a ver en  a los Durutti Column sin vuestra compañía.


    Como siempre que voy a un concierto solo, terminé llegando cuando los equipos en el escenario aún estaban calientes tras la prueba de sonido. La Reserva, grupo capitaneado por el ex de Adrenalina Yonka Zarco, iban a ser los teloneros. Un músico inglés afincado en Córdoba dijo de ellos que fueron el primer grupo grunge de la historia. El caso es que tendrían el  honor de dar la réplica a los Durutti y se notaban los nervios, o eso es lo que deduje entonces al ver el gesto tenso y agrio de Yonka ¿o ese es su semblante normal?. Pero cuando subieron al escenario estuvieron al nivel que exigía la noche: sobrios y correctos. Además, si la memoria de ahora y la vista de entonces no me fallan, la tensión acumulada terminó por romperse con la cuerda de la guitarra de Yonka. A partir de ese momento todo fue más fluido.


    Pero era evidente que las hormigas no me corrían en desbandada por ver a La Reserva por enésima vez, aunque me divertía por aquella época ver a Yonka bostezar desde la barra de algún bar ¿quizás tras algún sueño de psicodelia?. Y allí estaban por fin Reilly, enjuto y demacrado a quien casi no se le veía tras la guitarra y Bruce Mittchel, batería definitivo de la banda a quien siempre recordaré de manera simpática por la indumentaria que llevaba esa noche. A la socarronería que parece rezumar de manera innata en su semblante venía a contribuir un traje color crema con pajarita negra y el remate extraño que llevaba en la cabeza. A mí me pareció que se trataba de un gorro de botones, como el del botones Sacarino. El contraste de la melancolía casi bucólica que envuelve a Vini por su manera de atacar la guitarra con el sentido del espectáculo - muy británico siempre- de Bruce, fueron para mí esa noche una verdadera conjunción planetaria, y no otras. Aunque comprendo que Mittchel adornase su exquisitez jazzística en las escobillas con su gran sentido del humor, viendo la timidez un tanto enfermiza de Reilly, quien deambulaba sin levantar la cabeza del mástil de la guitarra al teclado del sintetizador, quién sabe si para no romper el hilo invisible que nos transmitía la mágica ensoñación de la música de Durutti. De hecho, tanto me hipnotizó la presencia en el escenario de estos dos músicos, que aunque sé que les acompañaba un bajista, no os puedo decir quién era y si en realidad era necesaria su colaboración en aquel momento.


    Puede que a forjar esta ensoñación ,más que recuerdo del concierto, hayan contribuido muchas cosas. En primer lugar siempre, las músicas que mi hermano Paco descubría mientras yo andaba enzarzado con mi pelea interior, dilucidando si quería ser cantautor o formar un grupo. Para mí fue todo un acontecimiento descubrir a Durutti, pero más impactante y decisivo en mis influencias musicales fue descubrir a mi hermano pequeño, a quien le llevaba dos años, pero quien me llevaba veinte a mí a la hora de olfatear lo bueno, lo auténtico y casi lo definitivo en la música. 


    También, como a mucha otra gente, los Durutti me habían ganado de antemano por el nombre. Quizás fueron el primer grupo foráneo que sacaron su nombre de algo -en este caso alguien- español. Pero para desmitificar el asunto, cuando Vini le dió el nombre al grupo lo hizo por un cartel (ver foto de entrada del blog Babarabatiri) de un grupo político situacionista inglés en el que aparecía la siguiente inscripción (falta de ortografía incluida): "The return of the Durutti Column". De hecho, hasta que en aquel año no vinieron de gira por España no se enteraron de que su nombre provenía de la columna de milicianos  que el anarquista Buenaventura Durruti comandó  durante la guerra civil española.


    Pero sobre todo, la magia que mi recuerdo ha querido preservar de aquella noche está porque lo disfruté en soledad. Éramos los Durutti yo y la noche cordobesa detrás. ¿Porqué no vinisteis?, ¿qué escusa me disteis?...


viernes, 5 de noviembre de 2010

Babarabatiri

   Los de mi generación, es decir, los adolescentes de la transición española, crecimos musicalmente entre los discos de cantautores de nuestros hermanos mayores y las casetes que, o bien nos comprábamos originales con los pocos ahorros que conseguíamos de aquellas paupérrimas pagas, o a las malas, nos terminaba por grabar ese amigo solvente  que se podía permitir lo nuevo de Radio Futura o lo último de Gabinete Caligari. Los más friquis incluso íbamos más allá y  de muy buena gana nos hacíamos con los vinilos de Décima Víctima o la Mode, o  incluso de Durutti Column y de Felt, aunque no tuviésemos equipo donde escucharlos. Pero estas historias de la bolsa de discos debajo del brazo, esas peregrinaciones de garito en garito para que nos pusieran nuestra música serán divagaciones que las hormigas de la memoria recorrerán en otra ocasión.

     Me quiero centrar ahora en los cantautores que poblaban los altares-estanterías de nuestros progres hermanos, primos o amigos mayores. Porque, entre las canciones de Victor Manuel, de Serrat y de Paco Ibáñez, se dejaban entrever las de Víctor Jara, Mercedes Sosa, Jorge Cafrune, y cómo no,  los trovos revolucionarios  de Pablo Milanés y Silvio Rodríguez.


     Así que sin comerlo ni beberlo, de una manera casi subrepticia, terminamos por llenar de ecos cubanos el repiqueteo de misa de doce que le infundíamos a nuestras guitarras domingueras. Su adormidera progre nos hizo creer a pies juntillas durante muchos años, que la música popular de la isla antillana estaba en esencia pura en las canciones de aquellos diputados castristas. ¡Ojo!, ¡que no reniego del "Ojalá" de Silvio!, para mí la canción de desamor más tremenda y hermosa que se haya escrito en lengua castellana. Y otro tanto podríamos decir sobre las melodías de Pablo Milanés, quien seguro se cuela con un par de canciones en la banda sonora de mi adolescencia.


     En esas andábamos cuando, gracias a una historia cantada o una canción historiada, como es el "Pedro Navaja" de Rubén Blades, sentimos curiosidad por una música que nos venía de Nueva York y a la que todo el mundo llamaba salsa. Y ahí se englobaban  músicas más o menos afines o distantes entre sí como las del propio Blades, Celia Cruz, Tito Puente, Willie Colón... Y los friquis de nuevo nos vimos comprando los vinilos que desde Tenerife editaba el pequeño sello local "Manzana",  para así conseguir ser los primeros salseros de las Españas.


   Pero la salsa no era una música, sino la suma de muchas otras. Se trataba de ritmos incuestionablemente latinos ( no sólo cubanos, sino también portorriqueños, colombianos...), que en  Brooklyn, en el Bronx, en Queens, sufrieron la saludable infección del jazz y del soul. Aunque también habían piezas perdidas que no terminaban de encajar; especias en aquel sabroso condimento, que resultaban difíciles de distinguir por nuestros inexpertos paladares. Y las claves que  nos faltaban  las fue desgranando un gran "cocinero radiofónico" especialista en estos menesteres musicales como era y es Juan Pablo Silvestre, quien encabezaba a últimos de los ochenta y principios de los noventa un programa muy salsero ( o más bien sonero)  las tardes de los sábados en Radio 3. Pero claro, de nuevo estábamos en un terreno en el que solo se desenvolvían los friquis. Para que la gran mayoría del público español  y mundial interesado en estas músicas pudiera cerrar el círculo,  tuvo que llegar uno de esos músicos raritos made in usa llamado Ry Cooder. Él fue quien redescubrió a un octogenario Compay Segundo que, aparte de cantarnos las canciones que sí formaban el verdadero acerbo popular cubano, reivindicaba con su voz ya entrecortada a Chano Pozo, a Pérez Prado, a Miguelito Valdés, a Bola de Nieve y , sobre todo, a Benny Moré.

     Probablemente fue Benny con sus composiciones y su voz el impulsor más sobresaliente que obtuvo el son, la guaracha, el mambo, el cha-cha-cha y hasta el mismísimo bolero, si se me permite. Y todo ello a pesar de que a los cuarenta y tres años su voz y su genio se ahogaron definitivamente en un vaso de ron. Y más aún, a pesar del ostracismo al que la oficialidad castrista (que no el pueblo cubano) relegó su música y la de muchos otros autores  no proclives a infundir  a sus composiciones una mácula revolucionaria que se preciara como digna para los miembros del partido, que por su parte, alegaba una supuesta banalidad en el contenido de las letras de sus canciones.

    Pero todos esos ritmos calientes que habían nacido y evolucionado en la isla antes de repartirse por  los confines del mundo, conformaron un caldo sabroso que terminaría por derivar en la  que se vino a denominar a principios de los setenta como música salsa. En la gran manzana sólo se le añadieron unos pellizquitos de soul, de jazz y de big band,  porque de Cuba ya salió aquel moje en ebullición.

  
Entre los principales autores de esta bendita fechoría musical se encuentran tanto Benny Moré como Pérez Prado. Paradógicamente ninguno de los dos se afincó en Nueva York; Pérez Prado alentó aquella música desde Méjico con su mambo, y Moré, aunque también anduvo uno temporada por Méjico, decidió regresar más pronto que tarde a su Santa Isabel de las Lajas natal, para  continuar desde allí su reinado en el son y no salir  nunca más.
    La canción que os presento aquí es una rareza  brutal, que preludia futuros aconteceres en la música cubana. El hecho de ser anterior en el tiempo a todo el fenómeno salsero, la hace mucho más bella y  enigmática . Es sencillamente una extraña maravilla que la protosalsa nos dio gracias a la conjunción de un genio como Benny Moré -el bárbaro del ritmo- y su endiablada forma de improvisar y entender la canción,  respaldado y arropado por la sabiduría musical  de  un Pérez Prado - el rey del mambo- ya muy ducho en el denominado afro-cuban. Esta canción es una leyenda de pura magia cubana,  de mismísima santería    hasta  en el trabalenguas de su nombre: babarabatiri. http://www.youtube.com/watch?v=137t_OiCCnU


jueves, 4 de noviembre de 2010

Pajarito

   


     El olor a tierra mojada que había amanecido en su almohada le iba a  acompañar hasta bien avanzado el invierno como síntoma inequívoco de una enfermedad más que de un achaque, porque a pesar de su edad el reúma de alma ya había aflorado en sus ojos  tristones y doloridos.

    En aquellos anubarrados y ventosos días  en los que él no hacía nada porque sólo esperaba que la muerte se lo llevara de un mal golpe y por la espalda, se vio sorprendido de nuevo en los brazos de una mujer; o más bien, en brazos de la mujer.

    Aquella mujer era su amiga Marta Reina que apareció por casa un buen día empaquetada en su abrigo largo, con la boca tapada con una bufanda beige y con sus guantes a juego protegiéndole sus delicadas y blancas manos, puesto que por entonces aún conservaba su vieja motocicleta y si no se resguardaba bien del frío siempre terminaba pasándole factura.

     Todos los días igual: Marta se bajaba de la moto y llamaba a la puerta. Él le abría  con ansiedad, mientras los negros y largos cabellos, casi brunos de ella, removían y renovaban el aire insano de aquel cuarto oscuro al liberarlos de debajo de la capucha del abrigo. Entonces lo besaba tiernamente, sin perder ella la sonrisa de sus ojos siempre encendidos, siempre  a punto de estallarle  un llanto de alegría espontáneo e irreprimible.

    Él la desnudaba con gestos impacientes y besos apresurados. "¿Por qué has tardado tanto, Pajarito?. Estuve esperándote toda la tarde como un animal enjaulado... No juegues conmigo de esta manera..."
Y le quitaba la ropa con la desazón de un enfermo adicto  a la morfina de sus labios; presuroso por calmar su dolor oscuro a través del temblor que le producía adivinar su dibujo sublime de mujer en la penumbra, porque podía al fin suspirar y lamerse las heridas contra la pálida voluptuosidad de sus enormes pechos a la par que dibujar con los dedos garabatos en las azuladas aureolas de sus pezones, sin que aquella frágil sensualidad que destilaba la blancura de Marta le recordara ni por un momento esa sensación rocosa y agreste que impregna los cuerpos de los amantes fugaces.

    "Quédate Pajarito, no te vayas esta noche …" Pero a Marta le volvía loca aquella agonía de movimientos de su reciente hallazgo. De todos los hombres con los que había estado hasta entonces, él era el único que parecía poner toda la carne en el asador. Cada vez que la atacaba desde su gesto apocado y triste, para engrandecerse hasta hacerse un gigante inmenso que la apretara con toda su fuerza y la rompiera en mil pequeños pedacitos con alas de pajarito.

    Desde el día en que se lo presentaron había sentido una curiosidad enorme por provocar la tormenta que aliviara los nubarrones de aquella inquietante mirada y le dejaran ver al fin tras la maleza y la pesadumbre que llenaban sus pensamientos. "Oye chico triste, hace años que nos conocemos, te tengo mucho aprecio, pero me da mucho miedo el camino que hemos tomado. ¿No me estarás usando para engañarte a ti mismo?  Hemos de ser honestos con nosotros mismos. Los dos venimos huyendo de algo y nos estamos utilizando el uno al otro para lamernos las heridas".


    Porque Marta no terminaba de conformarse dentro de aquella burbuja de inconsecuencia que él había ido formando alrededor de los dos con un empecinamiento enfermizo que a ella le hacía sentirse primero triste, pero también culpable y no necesariamente por ese orden. Pero lo cogía de la mano y lo empujaba hasta la cama sin muchos miramientos, haciéndole rebotar  contra el colchón. Después se abalanzaba sobre él con violencia juguetona, casi euforia.


    "Empieza a volar pajarito, que yo me agarro fuerte a ti". A ella le gustaba que la llamara así, pero nunca se le había ocurrido preguntarle el porqué. Y no le importaba no saberlo. El caso es que le hacía sentirse conforme consigo misma. Aquel susurro en sus oídos - "Pajarito" - la trasladaba hacia esas zonas templadas donde afloraba la ternura. Una bondad que todavía se podía albergar detrás de los rayos de su mirada y de los truenos de sus palabras, en aquellos días en que ambos vivieron peligrosamente al borde de una adicción mutua que ya comenzaba a resultar devastadora.


    Marta sentía el azote de la persistente lluvia descarnándole la cara por dentro y cómo día tras día el musgo iba creciendo en su corazón y la verdina le inundaba la garganta. Incluso cuando se hacía el silencio estando sola, creía poder escuchar los helechos que le brotaban produciéndole un roce incesante y molesto contra las paredes del estómago, aunque los atardeceres con él lograban que escampara en sus acuosos y grandes ojos. Tan sólo escuchar la palabra milagro - Pajarito - y de sus mofletudas y pálidas mejillas afloraban dos encendidas chapetas rojas que disparaban su sonrisa chisposa e infantil.


    "Eso, agárrate fuerte... no vayas a caerte ahora. Cáete conmigo... los dos a la vez …" Y los dos terminaban al unísono en un desfallecido suspiro cuando la noche ya se había cerrado por completo. Marta encendía entonces su cigarro que iba fumando a caladas grandes y pausadas mientras leía lo último que él había escrito y que le había dejado sobre la mesilla como por descuido. La miraba fijamente a los ojos, esperando encontrar en ellos cualquier atisbo que le trasluciera su opinión, pero ella se limitaba a depositar de nuevo el folio sobre la mesilla de noche y a sonreírle antes de incorporarse y sentarse sobre la cama.

    "No te vayas ya Pajarito, quédate un poco más. Todavía es temprano. Podíamos hacerlo otra vez". Marta no le respondió y él enmudeció mirándola ahora con su gesto brumoso e inquietante, pero ya no decía nada. Ni oponía resistencia ni apoyaba sus palabras, solo la miraba fijamente con toda la tristeza de siglos que encerraba en sus ojos. Quizá había comprendido en ese preciso momento que la travesía del desierto debía hacerla solo, sin compañía, sin equipaje y sin tan siquiera las fotos del pasado ni las cartas ni las canciones ni los recuerdos.

    Marta había terminado de vestirse y se daba los últimos toques en el pelo, los ojos, los labios. Él se incorporó de la cama, cogió el abrigo largo y le ayudó a ponérselo. Después la abrazó largamente mientras susurraba en su oídos una frase ininteligible para ella, salvo el Pajarito del final. Marta le correspondió con una beso carnoso y lánguido que a él le dejó cierto regusto a granada amarga.

  


  
La vio cómo se alejaba en su motocicleta desde el gran ventanal de la cocina. No se movió de allí hasta que ella y la moto ya sólo eran un punto diminuto en el horizonte. No se había percatado hasta entonces de ese olor cavernoso y pesado que anuncia la llegada del invierno antes incluso de que el frío irrumpa con el brío y la crudeza extrema con que suele hacerlo en estas tierras.

    Dejó la frente reposando unos instantes sobre el cristal de la ventana central. Tenía la mirada perdida, como si se observara por dentro de manera minuciosa, con toda la meticulosidad del mundo, por si en algún recóndito rincón de su interior que él aún no hubiese explorado se hallase la clave de la extraña indolencia que venía padeciendo desde principios de otoño.

    Tenía ganas de gritar, incluso de llorar por toda la rabia y todo el desconsuelo que sentía por fin. Aquella zozobra le hacía sentirse en el fondo aliviado a pesar del inmenso dolor que suponía, pues venía a ser como el vómito que termina con una mala borrachera.