jueves, 4 de noviembre de 2010

Pajarito

   


     El olor a tierra mojada que había amanecido en su almohada le iba a  acompañar hasta bien avanzado el invierno como síntoma inequívoco de una enfermedad más que de un achaque, porque a pesar de su edad el reúma de alma ya había aflorado en sus ojos  tristones y doloridos.

    En aquellos anubarrados y ventosos días  en los que él no hacía nada porque sólo esperaba que la muerte se lo llevara de un mal golpe y por la espalda, se vio sorprendido de nuevo en los brazos de una mujer; o más bien, en brazos de la mujer.

    Aquella mujer era su amiga Marta Reina que apareció por casa un buen día empaquetada en su abrigo largo, con la boca tapada con una bufanda beige y con sus guantes a juego protegiéndole sus delicadas y blancas manos, puesto que por entonces aún conservaba su vieja motocicleta y si no se resguardaba bien del frío siempre terminaba pasándole factura.

     Todos los días igual: Marta se bajaba de la moto y llamaba a la puerta. Él le abría  con ansiedad, mientras los negros y largos cabellos, casi brunos de ella, removían y renovaban el aire insano de aquel cuarto oscuro al liberarlos de debajo de la capucha del abrigo. Entonces lo besaba tiernamente, sin perder ella la sonrisa de sus ojos siempre encendidos, siempre  a punto de estallarle  un llanto de alegría espontáneo e irreprimible.

    Él la desnudaba con gestos impacientes y besos apresurados. "¿Por qué has tardado tanto, Pajarito?. Estuve esperándote toda la tarde como un animal enjaulado... No juegues conmigo de esta manera..."
Y le quitaba la ropa con la desazón de un enfermo adicto  a la morfina de sus labios; presuroso por calmar su dolor oscuro a través del temblor que le producía adivinar su dibujo sublime de mujer en la penumbra, porque podía al fin suspirar y lamerse las heridas contra la pálida voluptuosidad de sus enormes pechos a la par que dibujar con los dedos garabatos en las azuladas aureolas de sus pezones, sin que aquella frágil sensualidad que destilaba la blancura de Marta le recordara ni por un momento esa sensación rocosa y agreste que impregna los cuerpos de los amantes fugaces.

    "Quédate Pajarito, no te vayas esta noche …" Pero a Marta le volvía loca aquella agonía de movimientos de su reciente hallazgo. De todos los hombres con los que había estado hasta entonces, él era el único que parecía poner toda la carne en el asador. Cada vez que la atacaba desde su gesto apocado y triste, para engrandecerse hasta hacerse un gigante inmenso que la apretara con toda su fuerza y la rompiera en mil pequeños pedacitos con alas de pajarito.

    Desde el día en que se lo presentaron había sentido una curiosidad enorme por provocar la tormenta que aliviara los nubarrones de aquella inquietante mirada y le dejaran ver al fin tras la maleza y la pesadumbre que llenaban sus pensamientos. "Oye chico triste, hace años que nos conocemos, te tengo mucho aprecio, pero me da mucho miedo el camino que hemos tomado. ¿No me estarás usando para engañarte a ti mismo?  Hemos de ser honestos con nosotros mismos. Los dos venimos huyendo de algo y nos estamos utilizando el uno al otro para lamernos las heridas".


    Porque Marta no terminaba de conformarse dentro de aquella burbuja de inconsecuencia que él había ido formando alrededor de los dos con un empecinamiento enfermizo que a ella le hacía sentirse primero triste, pero también culpable y no necesariamente por ese orden. Pero lo cogía de la mano y lo empujaba hasta la cama sin muchos miramientos, haciéndole rebotar  contra el colchón. Después se abalanzaba sobre él con violencia juguetona, casi euforia.


    "Empieza a volar pajarito, que yo me agarro fuerte a ti". A ella le gustaba que la llamara así, pero nunca se le había ocurrido preguntarle el porqué. Y no le importaba no saberlo. El caso es que le hacía sentirse conforme consigo misma. Aquel susurro en sus oídos - "Pajarito" - la trasladaba hacia esas zonas templadas donde afloraba la ternura. Una bondad que todavía se podía albergar detrás de los rayos de su mirada y de los truenos de sus palabras, en aquellos días en que ambos vivieron peligrosamente al borde de una adicción mutua que ya comenzaba a resultar devastadora.


    Marta sentía el azote de la persistente lluvia descarnándole la cara por dentro y cómo día tras día el musgo iba creciendo en su corazón y la verdina le inundaba la garganta. Incluso cuando se hacía el silencio estando sola, creía poder escuchar los helechos que le brotaban produciéndole un roce incesante y molesto contra las paredes del estómago, aunque los atardeceres con él lograban que escampara en sus acuosos y grandes ojos. Tan sólo escuchar la palabra milagro - Pajarito - y de sus mofletudas y pálidas mejillas afloraban dos encendidas chapetas rojas que disparaban su sonrisa chisposa e infantil.


    "Eso, agárrate fuerte... no vayas a caerte ahora. Cáete conmigo... los dos a la vez …" Y los dos terminaban al unísono en un desfallecido suspiro cuando la noche ya se había cerrado por completo. Marta encendía entonces su cigarro que iba fumando a caladas grandes y pausadas mientras leía lo último que él había escrito y que le había dejado sobre la mesilla como por descuido. La miraba fijamente a los ojos, esperando encontrar en ellos cualquier atisbo que le trasluciera su opinión, pero ella se limitaba a depositar de nuevo el folio sobre la mesilla de noche y a sonreírle antes de incorporarse y sentarse sobre la cama.

    "No te vayas ya Pajarito, quédate un poco más. Todavía es temprano. Podíamos hacerlo otra vez". Marta no le respondió y él enmudeció mirándola ahora con su gesto brumoso e inquietante, pero ya no decía nada. Ni oponía resistencia ni apoyaba sus palabras, solo la miraba fijamente con toda la tristeza de siglos que encerraba en sus ojos. Quizá había comprendido en ese preciso momento que la travesía del desierto debía hacerla solo, sin compañía, sin equipaje y sin tan siquiera las fotos del pasado ni las cartas ni las canciones ni los recuerdos.

    Marta había terminado de vestirse y se daba los últimos toques en el pelo, los ojos, los labios. Él se incorporó de la cama, cogió el abrigo largo y le ayudó a ponérselo. Después la abrazó largamente mientras susurraba en su oídos una frase ininteligible para ella, salvo el Pajarito del final. Marta le correspondió con una beso carnoso y lánguido que a él le dejó cierto regusto a granada amarga.

  


  
La vio cómo se alejaba en su motocicleta desde el gran ventanal de la cocina. No se movió de allí hasta que ella y la moto ya sólo eran un punto diminuto en el horizonte. No se había percatado hasta entonces de ese olor cavernoso y pesado que anuncia la llegada del invierno antes incluso de que el frío irrumpa con el brío y la crudeza extrema con que suele hacerlo en estas tierras.

    Dejó la frente reposando unos instantes sobre el cristal de la ventana central. Tenía la mirada perdida, como si se observara por dentro de manera minuciosa, con toda la meticulosidad del mundo, por si en algún recóndito rincón de su interior que él aún no hubiese explorado se hallase la clave de la extraña indolencia que venía padeciendo desde principios de otoño.

    Tenía ganas de gritar, incluso de llorar por toda la rabia y todo el desconsuelo que sentía por fin. Aquella zozobra le hacía sentirse en el fondo aliviado a pesar del inmenso dolor que suponía, pues venía a ser como el vómito que termina con una mala borrachera.

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